lunes, 25 de enero de 2021

Los mecanismos del olvido

 A las 10 de la mañana del 16 de diciembre de 1929, un discreto y presuroso cortejo fúnebre salió desde una de las casas ubicadas en la carrera séptima entre calles 22 y 23, hacia el cementerio San Camilo, en el pequeño pueblo que era entonces Pereira. El difunto era el poeta Julio Cano Montoya, a quien los pereiranos habían consagrado en vida, dándole el calificativo de “poeta de Pereira” y la autoría de la letra del himno que todavía se canta con orgullo en los eventos públicos. Lo había atacado el Bacilo de Koch, que por esa época producía terror y contra el cual apenas estaban probando la vacuna. Según su registro de defunción, tenía 52 años.

“Un grupo selectísimo de caballeros, amigos y admiradores del delicado aeda desaparecido, hacía la guardia de honor al cadáver. Sobre su sepulcro se hizo un breve silencio, hermoso homenaje al alma sencilla del desaparecido y después de cubrirse su tumba con todas ofrendas florales que manos amigas enviaron a estancia mortuoria, y el cortejo regresó a la ciudad, con el espíritu enfermo y desolado, como si se copiase la tristeza de la mañana lluviosa y dolorida”, publicó en su edición vespertina de ese día el periódico El Diario.

 

Julio Cano ejercía la profesión de dentista. Era hijo del médico Delfín Cano Uribe, hermano del fundador de El Espectador, Fidel Cano Gutiérrez. Todo indica que don Julio no nació en la ‘Villa de Cañarte’, pero que sí fue traído a esta apenas con algunos meses de nacido, pues las noticias sobre la llegada de su padre datan de 1878, aunque ya se encontraba en los alrededores haciendo parte de los ejércitos liberales que combatieron en la guerra civil de 1876.

Luego de su deceso, la fama de Julio Cano fue decayendo hasta la muerte del último de sus admiradores y por el ascenso de la figura de Luis Carlos González, quien lo reemplazó en la memoria de los pereiranos. Cano, además de entregar sus composiciones a numerosos periódicos y revistas que circularon durante las primeras tres décadas del siglo XX, publicó en 1914 su único libro: Brotes de Rebelión y voces sumisas, editado en la Imprenta Nariño y del cual solo se tiene noticia de la existencia de un ejemplar que posee la Biblioteca Nacional de Colombia. Solo hasta 2015, gracias a las convocatorias del Instituto Municipal de Cultura y Fomento al Turismo, fue posible que los nuevos lectores pereiranos pudiéramos leer una selección de los poemas de quien fue considerado el primer intelectual en la historia de la ciudad. 

Hago mención del caso de Julio Cano para mostrar un ejemplo de cómo operan los mecanismos del olvido. No es el único. Baste citar también el caso de su hermano, Rafael Cano Montoya, talentoso cronista y poeta, asesinado casi un mes después de la muerte de don Julio, en el que es quizá el primer caso de censura de prensa ocurrido en Pereira. El prestigio del poeta o el novelista sucumbe con el último de sus lectores, a menos que existan poderosos sistemas de trasferencia de la memoria, complementarios de la oralidad y de las fugaces publicaciones ocasionales. Hay un olvido acechando siempre detrás de cada ego. Evidentemente, también los gustos literarios cambian con el tiempo.

De ahí la importancia de continuar uniendo esfuerzos para la identificación de nuestra memoria literaria, fomentando la investigación, la reflexión, la circulación y la discusión sobre la literatura escrita en la ciudad y la región en todas sus épocas. Ya hay avances significativos con el pregrado y los posgrados en literatura de la Universidad Tecnológica, los festivales y ferias del libro, así como las colecciones literarias vigentes. Sin embargo, cabe preguntarse de qué manera esos esfuerzos están ‘calando’ en la memoria colectiva, al menos de la ‘pequeña masa lectora’ de la ciudad. La premisa es que donde haya un lector estará siempre vivo un escritor y al fin al cabo son estos los que en esencia hacen una literatura.

LINK: https://www.eldiario.com.co/seccion-d/la-aventura-de-los-libros-por-mauricio-ramirez-gomez-los-mecanismos-del-olvido/

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