martes, 6 de enero de 2015

El pálido, un relato de Lisímaco Salazar Ruiz

Entre los múltiples escritos inéditos de Lisímaco Salazar Ruiz (Pereira, 1899-1981), se encontraba una serie de relatos basados en hechos reales.  Sus familiares los agruparon y el libro resultó ganador del Concurso Colección de Escritores Pereiranos, en la modalidad “Premio Publicación Obra Inédita de Autor Fallecido”.  El libro ya se encuentra en circulación, publicado por el Instituto Municipal de Cultura y Fomento al Turismo.

A continuación, compartimos el relato “El pálido”, incluido en el libro en mención.




Trinidad, una morocha de cuarenta y dos años, se paseaba por los alrededores del rancho de vara en la tierra, hundiendo su pierna derecha a consecuencia de una úlcera en la garganta del pie que le afectó los cartílagos del carpo, del metacarpo y de los dedos.  Al cinto llevaba siempre una peinilla “tres rayas” de veintidós pulgadas, sobre sus caderas con pertrechos y, en balanza, en su mano derecha, la escopeta de fisto.  Buscaba el zorro que, a pleno día, se llevaba las aves de su gallinero, avizorando por entre la platanera que se extendía alrededor de la sementera.

Trinidad era dueña también de una marranera, compuesta por tres hembras de color negro y dos coloradas de una raza extranjera, a las que, para cubrirlas, había comprado un verraco blanco en las ferias mensuales de Cartago, al que bautizó con el nombre de “El Pálido”, desde el momento que lo entró a la corraleja de las hembras.

A “El Pálido”, cuando una de las hembras entraba en calor, Trinidad lo sacaba al patio y le ayudaba a cubrirla sucesivamente para que el parto fuera fecundo.  De esta manera, cumplido el plazo, cada marrana tuvo su parto.  Fueron en total cuarenta y siete lechones, pintados de negro y blanco, blanco y colorado, resaltando como una flor de varios colores en las esquinas de la corraleja o debajo de los ranchos de palmicha que les habían fabricado, ella, la Trina, como le llamaban en el contorno, y su compañero Felipe.

Don Felipe y Trinidad vivían en un pueblo lejano de Antioquia, haciendo vida marital desde tiempo atrás.  Ella era dueña de una pequeña fortuna y él de unos brazos musculosos que bien manejaban una “puya” de veinticuatro pulgadas que un machete “Collins” para dominar la selva con sus árboles de varias abarcaduras.




Un día resolvieron constituirse en Sociedad de Hecho, ella como socia capitalista y él como industrial, en busca de algo que les sirviera para agrandar el patrimonio.  Como ambos eran de extracción campesina, criados en medio de selvas, potreros y sementeras, resolvieron montar una finca en las montañas vírgenes del Chocó y para ello penetraron por la ciudad de Cartago, buscando la vía hacia Condoto, y llegaron al lugar a donde hoy se encontraban, en las riberas del río Tamaná, en un extenso jirón de montañas que era de ellos hasta donde alcanzaban el occidente.

Don Felipe y Trinidad no fueron los primeros en pisar aquellas tierras.  Allí encontraron a tres campesinos con sus mujeres y sus hijos, quienes se habían aventurado meses antes, llevando pequeños capitales, enfermos, sin recursos.  Estos les vendieron a Trinidad y Felipe sus tres mejoras colindantes para regresar a curar sus retoños de las terribles enfermedades endémicas que habían adquirido por la humedad de la selva y la desnutrición, en espera de la primera cosecha que era siempre deficiente, como en todas las tierras que apenas empiezan a ser dominadas por el hombre.

Los nuevos dueños se instalaron en la abertura del medio porque era la que más amplias mejoras tenía y sus sembrados de plátano primitivo empezaban a echar bellotas y una manzana de caña de azúcar tenía la segunda deshoja y en el patio, recién labrado, se levantaba el “matagente” para exprimir el guarapo.  Además el rancho era amplio y bien cubierto con hojas de carmaná, en cuyos bajos se levantaban tres tulpas de piedra fina, sobre las cuales podían descansar las ollas, cociendo las comidas cotidianas.

El dinero de las mejoras, de las marranas de cría, de las gallinas y el gallo, así como del verraco, pertenecía al patrimonio de Trinidad y por eso ella, hundiendo su pierna derecha, avizoraba el zorro que le arrebataba sus animales.

“El Pálido”, después de engendrar los cuarenta y siete cochinos, quedó en libertad para que corriera por la cementera en busca de los racimos de plátanos primitivos que rodaban por el suelo con las pencas, o por la montaña virgen masticando murrapas de las matandreas, madroños y mediacaras que caían de los árboles.

Un día que Trinidad observó que los comederos eran insuficientes y estrechos y los puerquitos se peleaban, dejando sin comida a los más pequeños, resolvió buscar en el monte un palo apropiado para labrar unas canoas.  Se terció el machete, tomó el hacha, la engarzó sobre el hombro izquierdo, tomó la azuela gurbia en su mano derecha y se aprestó a hacer el oficio para que los pequeños lechones gozaran de la amplitud necesaria en las horas de las comidas.  Cuando estuvo lista, salió al patio del pegujal y gritó:

-              “Pálido”, vamos a labrar las canoas para tus hijos.

El verraco que estaba metido en la montaña, no demoró en llegar al pie de su patrona y juntos salieron hacia una explanada del monte, donde Trinidad había escogido un laurel amarillo con anterioridad.  El árbol, a golpes de hacha, se dobló por entre la montaña.  Trinidad lo partió en cuatro pedazos y empezó la tarea de fabricar los implementos para dar de comer a sus cochinos.

Cuando Trinidad se encontraba acurrucada haciendo el cóncavo de una de las canoas, se apareció “El Pálido” por su espalda, olió su saya sucia y dejó escapar un roznido prolongado.

-              Ya tenés ganas de guarapo, dijo Trina. Vamos al almuerzo.

Juntos tomaron la trocha por donde habían penetrado a la explanada del monte y llegaron al rancho, donde don Felipe tenía preparado el almuerzo para todos.

Lisímaco Salazar Ruiz

Desde este momento “El Pálido” y Trinidad fueron inseparables. Cuando ella penetraba a la montaña con la escopeta de fisto en balanza, en busca de los monos o de la tatabra, de las pavas o de las gallinetas, para procurarse una suculenta comida, él le seguía, como si fuera un perro faldero. Cuando iba los domingos a visitar a la gente que habitaba a cuarenta cuadras a la redonda, detrás marchaba su compañero roznando a cada paso y solo se desviaba del camino cuando olfateaba los frutos caídos de la arboleda.  Si se demoraba, Trinidad hacía un alto en el camino y gritaba:

-              “Pálido”, ¿te vas a quedar? ¿Me vas a dejar ir sola?

Al momento “El Pálido” rompía la maraña con la trompa y llegaba donde ella se encontraba, saludándole con resoplidos como los que lanzaba cuando sentía las marranas en actitud de recibirlo, echando babas por la boca.  Trinidad se sentaba, lo tomaba por su trompa, arrancaba unas hojas de un árbol a su alcance y limpiaba las comisuras del animal, lo apretaba por las orejas en son de caricia y seguía su camino.

Don Felipe, Trinidad y “El Pálido” viajaban cada ocho días al pueblo en busca de mercado para la semana, y aun cuando el primero rechazaba la presencia del verraco, no hubo forma de que ella lo dejara en el rancho.

Para llegar al caserío donde se compraba el bastimento, “El Pálido” no sufría, pero al regresar, la loma de tres kilómetros le afectaba de tal manera, que los socios y mancebos tenían que esperarlo, sentados sobre los barrancos, a la vera del camino. Por eso era que don Felipe no gustaba que “El Pálido” hiciera esta jornada inoficiosa.

Un domingo Trinidad viajó al pueblo, sólo en compañía de “El Pálido”. Ya tarde se terció el morral con el mercado a la espalda y emprendió el regreso, después que cayó una tormenta sobre la región.  Las quebradas bajaron crecidas de los cerros. Trina llegó a la margen izquierda de “Aguasal” y cruzó sus aguas por un puente de un solo palo redondo e invitó al verraco a que la siguiera nadando por entre las aguas.

“Ven, “Pálido”, no seas cobarde”, le decía, pero el cerdo bajaba y subía por la orilla, sin atreverse a entrar a la corriente.  Trinidad se devolvió hasta una tienda del pueblo, compró un lazo de fique, le echó mano de sus pezuñas, le hizo un brazalete y lo fue halando hasta cruzar la quebrada, ella, sobre el puente de palo y el marrano vadeando las aguas de la quebrada.  Por fortuna “Aguasal” era una fuente pequeña que solo habían aumentado sus aguas por el fuerte aguacero que cayó en la cordillera.  Ya solo les faltaba cruzar “El Caucho”, una fuente superior, como que más arriba del paso tenía afluentes que aumentaban su caudal.  Llegó a su orilla y conversando con “El Pálido”, le dijo.
-              Esperame aquí “Pálido”, y cruzó el puente de dos guaduas paralelas.

Allí descargó el morral con el bastimento y regresó a donde se encontraba el verraco, lo tomó de las dos pezuñas, lo colocó de frente entre sus dos piernas y con estas y sus dos manos lo fue empujando, horqueteado sobre las guaduas del puente y poco a poco lo fue llevando, hasta llegar a la orilla donde tenía el morral con el bastimento.

Trina y “El Pálido” emprendieron el viaje por la loma.  Fue tan lenta la jornada que apenas a la oración pisaron el alar del rancho de unas mejoras que el colonizador había bautizado con el nombre de “Montecristo”.  Aún les faltaban más de treinta cuadras para llegar a su destino, por entre una trocha estrecha y una montaña tupida por el monte, sembrada de alimañas venenosas y de serpientes traicioneras. Allí pidió Trina la posada, por temor de emprender el viaje, pues en la “boca del monte” ya empezaban a graznar las lechuzas y por frente a su cara se cruzaban los vampiros que se desgranaban de las combas de los palos.

En la pieza de enfrente del rancho, la dueña le tendió una estera de enea a Trina y colocó encima una “damagua” mugrienta para que se cubriera del frío.  A las nueve de la noche los dueños de la casa dormían.  “El Pálido” roncaba en el alar polvoriento del rancho.  Las gallinaciegas gemían entre los matorrales y en las copas de los montes dejaban oír los lamentos los “perezosos” colgados de sus brazos.  Solo Trinidad se movía en el lecho, sin poder conciliar el sueño.  De improviso se levantó, abrió la puerta con sigilo, bajó al alar en donde reposaba “El Pálido” y tomándolo de las pezuñas lo envolvió en su cintura y poco a poco lo fue arrastrando hasta colocarlo en el lecho, sobre la estera de enea, lo cobijó con la “Damagua”, se tendió en su orilla y lo abrazó por el cuello.

-              Pobre “Pálido”, le decía. Te estabas muriendo de frío. Pensando en eso no podía dormir.

Pegado a su garganta, a su pecho y a su estómago, Trinidad se quedó profundamente dormida. Así llegó la nueva luz del día, cuando una estrella matutina se remontó sobre el “Alto de los Bedoyas”.

-              Hasta después… Gritó Trinidad desde el patio de la casa de los dueños que aún dormían profundamente.

El verraco desayunó con varias madroñas que cayeron en la noche de un palo, cerca de la quebrada.  Trina se enjuagó la boca en el chorro que bajaba por una canoa de guadua, tomó un poco de agua en el cuenco de las manos, se lo echó sobre su pelo y con los cuatro dedos de la diestra se peinó para atrás, procurando alinderar sus dos crenchas.

En la “Boca del monte” crecían los dragos que perfumaban el ambiente.  Más allá unos árboles de incienso daban la impresión de que por entre la maraña marchaba un cortejo quemando el presente que colocó Gaspar a los pies del Salvador del Mundo.  Las abejas agitaban el aroma de los guabos florecidos.  Las frutas de las chontas, al caer a la tierra, empezaban a desintegrarse, dejando escapar el olor vinagroso de la materia en descomposición.

En medio de esta gama de olores y perfumes, Trinidad y “El Pálido” marchaban.  Ella adelante, con su morral pegado a sus espaldas; él, con su trompa pegada al suelo, engullendo mojojoyes y lombrices.  Así remontaron la cuchilla que venía del “Alto de los Bedoyas” y se extendía hasta las Juntas de Tamaná.

Al emprender el descenso, “El Pálido” se desvió del camino y tomó una hondonada profunda que conducía al nacimiento de un arroyo, cerca del rancho.

Arriba, el viento movía las palmeras; abajo, los favonios transportaban los perfumes.  Arriba, el cielo azul mostraba su quietud por entre las oquedades; abajo, la tierra morena mostraba su abundancia con la descomposición de las hojas que caían y la Flora que se levantaba protuberante.  Juntamente se agitaba la inmensidad de la creación.

Del “Alto de los Bedoyas” llegó a los oídos de Trinidad el eco de un ladrido de perro cazador.  Siguió luego un silencio prolongado.  Por una cascada que descendía de una cúspide, otros dos ladridos se prolongaron hacia abajo.  Ya eran dos perros los que dejaban oír sus campaneos, como si viniesen sobre una pieza de caza.  “Madrugaron los cazadores, pensó Trina. Traen las tatabras hacia la hondada”.

-              “Pálido”, “Pálido”, salite del monte, fue su grito prolongado.

Trinidad prosiguió su camino, mientras con el ruedo de su saya se limpiaba el sudor que chorreaba por la frente y su barbilla.  Los perros bordearon el salto y se dirigieron hacia la hondonada por donde había penetrado “El Pálido”.
-              ¡“Pálido”! ¡”Pálido”!, gritaba Trinidad hasta desgañitarse, mientras aguzaba el oído por la maraña cruzada de maleza, procurando que “El Pálido” se hiciera presente a sus llamadas.  Pero nada.  Apenas el diminuto ruido que hacían las hojas al caer con el viento interrumpía el eco de los ladridos que venían desde lejos.

La cercanía de la jauría era cada vez mayor y la angustia de la dueña de “El Pálido” se hacía más profunda.  “Si estos perros no encuentran las tatabras la emprende contra el verraco”, comentaba Trinidad entre dientes.

Trinidad escuchaba la jauría que avanzaba.  Que cruzaba por encima del arroyo.  De pronto se oyeron los chillidos del reproductor.  Trinidad, como pudo, desató el morral con el bastimento que llevaba en sus lomos, lo arrojó a la vera de la trocha y, enloquecida, emprendió la carrera por el monte.  “El Pálido” callaba a intervalos y ella frenaba su carrera, aguzando el oído.  Otro gemido lastimero salía del hocico de “El Pálido” y entonces Trinidad se orientaba y corría de nuevo.  Por encima del nacimiento del arroyo vio los rastros de los tatabros que cruzaban en estampida.  Sus huellas se confundían con las de “El Pálido”.  Ya en el arroyo se quejaba ininterrumpidamente el verraco.
-              ¡“Pálido”…! ¡“Pálido”…! Repetía la pobre mujer, mientras avanzaba, unas veces sobre las piedras y otras sobre las posaderas.  En las piedras de la quebrada vio las primeras huellas de sangre del reproductor.

“Me van a volver pedazos el marrano”, repetía Trinidad entre diente, mientras brincaba sobre las piedras del arroyo.

Al fin llegó a donde se encontraba la jauría despedazando a dentelladas a “El Pálido”.  Él había metido el hocico entre dos piedras grandes, pero los tres mastines tatabreros de agarraban de su rabo, el que arrancaban a pedazos, al igual que del forro de sus testículos. Trinidad se hizo a prudente distancia, sobre su montón de piedras y empezó a disparar sobre los asesinos perros.  Uno huyó, brincando en tres patas y dando alaridos lastimeros.  Los otros dos se asustaron, miraron hacia donde venía la carga y vieron a Trinidad que disparaba sin cesar.  Cuando logró un segundo impacto, el malherido can huyó también, lamentándose y el tercero, lleno de terror, tomó las de Villadiego.

Trinidad tomó a “El pálido” de las dos patas, lo arrastró hacia afuera. Cuando le sacó la cabeza de entre las dos piedras, vio que le faltaban pedazos de sus orejas y chorreaba sangre en abundancia de la trompa. Se sentó sobre un banco de arena y puso su cabeza sobre sus piernas y empezó a acariciarle sus partes doloridas.

-              Pobre “Pálido”. Casi te asesinan estos bárbaros.

El verraco estaba completamente desmadejado y apenas dejaba escapar un roznido quejumbroso.  En esta posición estuvieron largo rato.

Trinidad colocó de nuevo la cabeza de “El Pálido” sobre la arena y volteó hacia atrás a sondearle los mordiscos del anca. Observó que le habían cercenado su rabo.  Que las dentelladas habían penetrado por el anca y por el forro de los testículos. Palpó estos con cuidado y pudo observar que lo que habían sido sus órganos reproductores, se habían convertido en una masa blanda. A mordiscos los perros habían molido sus testículos.

Trinidad se arrodilló. Se puso a llorar, mientras con sus dos manos tomaba la cara tumefacta de “El Pálido” y le daba besos en la frente. En esa posición volvió a colocar la cabeza del verraco sobre la arena, sacó el machete “tres rayas” de entre la cubierta que llevaba al cinto y gritó:

-              ¡Sin guevas ya no servís pa’ nada! Y descargó el arma sobre la frente de “El Pálido”.

Aquí se terminó el ronquido lastimero del verraco, mientras abajo, por las orillas del Urábara, se oía la jauría que seguía detrás de los tatabros.



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