lunes, 25 de enero de 2021

Los mecanismos del olvido

 A las 10 de la mañana del 16 de diciembre de 1929, un discreto y presuroso cortejo fúnebre salió desde una de las casas ubicadas en la carrera séptima entre calles 22 y 23, hacia el cementerio San Camilo, en el pequeño pueblo que era entonces Pereira. El difunto era el poeta Julio Cano Montoya, a quien los pereiranos habían consagrado en vida, dándole el calificativo de “poeta de Pereira” y la autoría de la letra del himno que todavía se canta con orgullo en los eventos públicos. Lo había atacado el Bacilo de Koch, que por esa época producía terror y contra el cual apenas estaban probando la vacuna. Según su registro de defunción, tenía 52 años.

“Un grupo selectísimo de caballeros, amigos y admiradores del delicado aeda desaparecido, hacía la guardia de honor al cadáver. Sobre su sepulcro se hizo un breve silencio, hermoso homenaje al alma sencilla del desaparecido y después de cubrirse su tumba con todas ofrendas florales que manos amigas enviaron a estancia mortuoria, y el cortejo regresó a la ciudad, con el espíritu enfermo y desolado, como si se copiase la tristeza de la mañana lluviosa y dolorida”, publicó en su edición vespertina de ese día el periódico El Diario.

 

Julio Cano ejercía la profesión de dentista. Era hijo del médico Delfín Cano Uribe, hermano del fundador de El Espectador, Fidel Cano Gutiérrez. Todo indica que don Julio no nació en la ‘Villa de Cañarte’, pero que sí fue traído a esta apenas con algunos meses de nacido, pues las noticias sobre la llegada de su padre datan de 1878, aunque ya se encontraba en los alrededores haciendo parte de los ejércitos liberales que combatieron en la guerra civil de 1876.

Luego de su deceso, la fama de Julio Cano fue decayendo hasta la muerte del último de sus admiradores y por el ascenso de la figura de Luis Carlos González, quien lo reemplazó en la memoria de los pereiranos. Cano, además de entregar sus composiciones a numerosos periódicos y revistas que circularon durante las primeras tres décadas del siglo XX, publicó en 1914 su único libro: Brotes de Rebelión y voces sumisas, editado en la Imprenta Nariño y del cual solo se tiene noticia de la existencia de un ejemplar que posee la Biblioteca Nacional de Colombia. Solo hasta 2015, gracias a las convocatorias del Instituto Municipal de Cultura y Fomento al Turismo, fue posible que los nuevos lectores pereiranos pudiéramos leer una selección de los poemas de quien fue considerado el primer intelectual en la historia de la ciudad. 

Hago mención del caso de Julio Cano para mostrar un ejemplo de cómo operan los mecanismos del olvido. No es el único. Baste citar también el caso de su hermano, Rafael Cano Montoya, talentoso cronista y poeta, asesinado casi un mes después de la muerte de don Julio, en el que es quizá el primer caso de censura de prensa ocurrido en Pereira. El prestigio del poeta o el novelista sucumbe con el último de sus lectores, a menos que existan poderosos sistemas de trasferencia de la memoria, complementarios de la oralidad y de las fugaces publicaciones ocasionales. Hay un olvido acechando siempre detrás de cada ego. Evidentemente, también los gustos literarios cambian con el tiempo.

De ahí la importancia de continuar uniendo esfuerzos para la identificación de nuestra memoria literaria, fomentando la investigación, la reflexión, la circulación y la discusión sobre la literatura escrita en la ciudad y la región en todas sus épocas. Ya hay avances significativos con el pregrado y los posgrados en literatura de la Universidad Tecnológica, los festivales y ferias del libro, así como las colecciones literarias vigentes. Sin embargo, cabe preguntarse de qué manera esos esfuerzos están ‘calando’ en la memoria colectiva, al menos de la ‘pequeña masa lectora’ de la ciudad. La premisa es que donde haya un lector estará siempre vivo un escritor y al fin al cabo son estos los que en esencia hacen una literatura.

LINK: https://www.eldiario.com.co/seccion-d/la-aventura-de-los-libros-por-mauricio-ramirez-gomez-los-mecanismos-del-olvido/

lunes, 18 de enero de 2021

RECUERDO DE EDUARDO LÓPEZ JARAMILLO

Por Mauricio Ramírez Gómez

En 1997, al cumplir sus cincuenta años, Eduardo López Jaramillo decidió emprender la revisión de las traducciones de Constantin Cavafys que había publicado la Gobernación de Risaralda, doce años antes y que habían generado opiniones encontradas entre los lectores del viejo poeta alejandrino. Yo era entonces un joven desempleado, ávido de poesía. Era el candidato perfecto para emprender la dispendiosa tarea de digitar uno por uno los poemas y las notas de los Poemas canónicos. Sólo cuando concluí esa labor, que tomó varios meses, comprendí que había recibido la mejor lección sobre la manera de conocer a un poeta. Transcribir esos versos y comprobar los cambios que sufrían las traducciones, me dio la medida de la paciencia y el cuidado que tanto Cavafys como su traductor ponían en su trabajo. Una lección que me permitió emprender con paso seguro la recuperación que años después hice de los textos del poeta Jorge Gaitán Durán. 


Precisamente mientras transcribía las traducciones de Cavafys, una noche llegué a casa de Eduardo a entregar los poemas transcritos de ese día. Lo encontré planeando la siguiente emisión de su programa radial Sólo a dos voces, que emitía la Emisora Cultural de Pereira, en el que leía textos de autores de todas las épocas y latitudes. Tenía entre las manos la Obra literaria de Jorge Gaitán Durán. Para confirmar el interés que pudieran tener estos poemas entre la audiencia, me leyó “Si mañana despierto”, “Siesta”, “Sé que estoy vivo” y “La tierra que era mía”, con los que mi vida quedó atada a la del fundador de la Revista Mito. Para Eduardo escribí dos libros sobre Gaitán Durán que nunca pudo leer.

Siempre fue generoso con lo que sabía y leía, y lo desperdigó por teatros, auditorios, salones y a través de la radio, con el ánimo siempre de estimular la inteligencia de los otros. “No es apagando faros como se construye una cultura, sino encendiendo otros nuevos”, escribió alguna vez llamando la atención de sus coterráneos sobre el absurdo de concebir la creación como un terreno para la competencia, gran lastre de provincia.

Profesó siempre admiración por Octavio Paz, con quien tuvo la oportunidad de intercambiar ideas en Estados Unidos; y Jorge Zalamea, a quien conoció en Cali, en casa de su tío Lino Gil Jaramillo. Nunca dejó tampoco de expresar su gratitud por Camilo José Cela, por el especial interés en su ensayo Introducción a Sade, que se publicó en la revista Papeles de Son Armadans. Siguiendo esa huella de grandes editores, unido con el escritor Julián Serna Arango, quien estaba entonces al frente de la Biblioteca Pública de Pereira, Eduardo impulsó la creación de la revista Pereira cultural y la Colección de Escritores Pereiranos.

Tanto empeño por difundir las creaciones de sus coterráneos no le impidió sin embargo advertir los problemas de la creación en ciudades sin tradición literaria. Decía: “nuestros poetas son quizá demasiado espontáneos y muchas veces ignoran lo que significa, en rigor, la vocación de ser poeta”. Muchos escritores deseosos de reconocimiento recibieron mal sus críticas y acabaron por demeritar su obra.

Mi última conversación con Eduardo fue fugaz, la noche de la crisis de salud que precipitó su muerte. Presentaba una conferencia a propósito de su novela Memorias de la Casa de Sade (2002), recién publicada entonces. Dos días antes lo había visitado en su casa en compañía de nuestro amigo mutuo Humberto Bustamante. Disimulaba mal su estado de salud. Al llegar al sitio de su conferencia, me acerqué a saludarlo:

-¿Cómo estás?, le pregunté.

-Muy mal. Pasé una noche terrible.

Su palabra se fue apagando durante la conferencia hasta que le fue imposible continuar. Esa noche terrible culminó una semana después. Luego sobrevino el naufragio en el que sus recuerdos, como ocurre en el caso de todos los escritores, tardan en llegar a alguna orilla clara, para inspirar nuevas palabras. Seguimos haciendo votos para que baje la marea.

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martes, 6 de enero de 2015

El pálido, un relato de Lisímaco Salazar Ruiz

Entre los múltiples escritos inéditos de Lisímaco Salazar Ruiz (Pereira, 1899-1981), se encontraba una serie de relatos basados en hechos reales.  Sus familiares los agruparon y el libro resultó ganador del Concurso Colección de Escritores Pereiranos, en la modalidad “Premio Publicación Obra Inédita de Autor Fallecido”.  El libro ya se encuentra en circulación, publicado por el Instituto Municipal de Cultura y Fomento al Turismo.

A continuación, compartimos el relato “El pálido”, incluido en el libro en mención.




Trinidad, una morocha de cuarenta y dos años, se paseaba por los alrededores del rancho de vara en la tierra, hundiendo su pierna derecha a consecuencia de una úlcera en la garganta del pie que le afectó los cartílagos del carpo, del metacarpo y de los dedos.  Al cinto llevaba siempre una peinilla “tres rayas” de veintidós pulgadas, sobre sus caderas con pertrechos y, en balanza, en su mano derecha, la escopeta de fisto.  Buscaba el zorro que, a pleno día, se llevaba las aves de su gallinero, avizorando por entre la platanera que se extendía alrededor de la sementera.

Trinidad era dueña también de una marranera, compuesta por tres hembras de color negro y dos coloradas de una raza extranjera, a las que, para cubrirlas, había comprado un verraco blanco en las ferias mensuales de Cartago, al que bautizó con el nombre de “El Pálido”, desde el momento que lo entró a la corraleja de las hembras.

A “El Pálido”, cuando una de las hembras entraba en calor, Trinidad lo sacaba al patio y le ayudaba a cubrirla sucesivamente para que el parto fuera fecundo.  De esta manera, cumplido el plazo, cada marrana tuvo su parto.  Fueron en total cuarenta y siete lechones, pintados de negro y blanco, blanco y colorado, resaltando como una flor de varios colores en las esquinas de la corraleja o debajo de los ranchos de palmicha que les habían fabricado, ella, la Trina, como le llamaban en el contorno, y su compañero Felipe.

Don Felipe y Trinidad vivían en un pueblo lejano de Antioquia, haciendo vida marital desde tiempo atrás.  Ella era dueña de una pequeña fortuna y él de unos brazos musculosos que bien manejaban una “puya” de veinticuatro pulgadas que un machete “Collins” para dominar la selva con sus árboles de varias abarcaduras.


sábado, 29 de marzo de 2014

Un reportaje para el teatro pereirano

Socialización de los resultados de la Beca de investigación: Reportaje de sala en la escena pereirana 1925-1980, ganadora en la categoría de periodismo cultural, crónica y reportaje, de la Segunda Convocatoria Estímulos 2013 del Instituto de Cultura y Fomento al Turismo de Pereira

Por: Nathalia Gómez Raigosa

Preguntarnos de dónde viene el teatro pereirano es el asunto que nos convoca hoy en este auditorio, en el marco del Día Mundial del Teatro. Poco, por no decir nada se sabe sobre el tema. Algunos más avezados se atreven a asegurar que las artes escénicas en la ciudad no tienen historia, lo que según Fernando González Cajiao: “siempre ha constituido el camino más fácil, hasta que alguien tenga la paciencia de hurgar en los viejos manuscritos”.

La historia del teatro en Pereira es muy antigua, casi tanto como su fundación, pues al tiempo que en la ciudad se fueron irguiendo las primeras construcciones de dos pisos con múltiples propósitos: habitacionales, gubernamentales, bancarios, clericales, hospitalarios, comerciales, empezaron a nacer planteles educativos y sitios de esparcimiento como parques, clubes y teatros.

Asnoraldo Avellaneda Aguilar, un pereirano raizal, que nació en la villa Pereira del empedrado y la cabalgadura, atestiguó en unas crónicas amenas, que remontan vivencias ocurridas entre 1885 y 1902, lo trascendental que fue para sus coterráneos, la construcción del primer teatro casero.

Como en la actualidad, constituía una, quizá la mejor diversión de la época, el teatro. Le tocó ser a Ernesto Mogollón el iniciador de este arte en Pereira; era persona correctísima, natural de Bogotá, lo instaló en una casa pajiza, situada en la carrera 8 calles 18 y 19, donde más tarde fue el Teatro Caldas, y servía a la vez de Gallera, pues la pista la adaptaba como escenario.
Uno de los primeros espectáculos que se presentaron allí, fue la compañía de acróbatas de Lara y Maltaner, espalo (sic) e Italiano respectivamente, que traían como barítonos famosos el español Larrañaga y el argentino Quezada[1]

En su cuadro de costumbres, el cronista Avellaneda, continúa refiriéndose a las actividades que se llevaban a cabo en el improvisado teatro de Don Ernesto Mogollón, donde se ofrecían todos los espectáculos que llegaban a la aldea.

Después hizo su debut el espectáculo circeneo cuyo empresario era el señor Salvini (italiano), que traía como el fuerte de su compañía, un grupo de animales amaestrados que él consideraba sabios. Todo su equipo e instalaciones fue traído a “Lomo de mula” (…) Ya con el correr del tiempo fueron desfilando infinidad de artistas y compañías y así veremos cómo llegan la Cía de Opera española del maestro Luque[2], el primer presdigitador argentino, el profesor Soria y la de marionetas (títeres) del Gran Arlequín (Italiana) famosa por sus hermosos decorados.
El primer circo de toros fue allí mismo, pero con anterioridad ya la casa había sido adaptada y acondicionada para el acto.[3]

El prosista Avellaneda argumenta que el teatro del señor Mogollón sirvió además como primer zoológico, pues allí exhibía un hermoso tigre que alimentaban con los gallos muertos en las riñas. Es así como finaliza explicando que era “su casa teatro, gallinero, circo, zoológico”, pues en ese tiempo, el teatro albergaba todo tipo de espectáculos comerciales, donde acudía el público pereirano sediento de conocer el mundo a través de los artistas trashumantes y de sorprenderse con las luces, la música y los artificios presentes en la escena.

Teresa Restrepo en "Fuego Extraño"


Era ese patio polvoriento que como por arte de magia se convertía en teatro, un lugar maravilloso que conectaba la aldea con el exterior, por medio de ornamentos exóticos, música de lugares lejanos, vestimentas coloridas, estilos cautivadores, de extranjeros con diferentes acentos y colores de piel. Visitar estos escenarios artesanales, significaba para el pereirano toda una aventura, muy similar a la narrada en Cien años de soledad, cuando José Arcadio Buendía llevó a sus hijos a conocer los misterios del mundo bajo una carpa gitana. En un periodo incipiente, cuando las cosas parecían tan nuevas, apenas saliendo del cascarón, en un villorrio con ansias infantiles de volverse grande.

domingo, 17 de noviembre de 2013

Por los senderos del guapo

Prólogo al libro "Pedacitos de historia, de Lisímaco Salazar



El 24 de agosto de 1863, cuando los caucanos al mando del presbítero Remigio Antonio Cañarte arribaron a Pereira provenientes de Cartago, encontraron en este territorio algunos asentamientos de personas dedicadas fundamentalmente a actividades agrícolas.  Se vivía en un aislamiento roto solamente por las noticias de los viajeros que informaban sobre las guerras y los cambios en el país y en el mundo.  El entretenimiento no iba más allá de las largas conversaciones, luego de las labores cotidianas:

“Las dificultades en las tareas diarias en la lucha contra la selva culminaban hacia las cinco de la tarde cuando los hombres adultos suspenden el trabajo y regresan al rancho.
Pero a las siete de la noche, después de “arreglar cocina”, toda la familia se reunía alrededor del fogón y en este agradable ambiente los adultos narraban sus experiencias (…)

Las tertulias nocturnas alrededor del fogón permitieron la creación de mitos, leyendas, fábulas y espantos los cuales surgieron de hechos reales pero aparecían envueltos con el ropaje de la fantasía popular. (…)
Los cuentos del proceso de colonización se caracterizaban porque eran narrados por adultos para adultos, aunque los niños también eran tenidos en cuenta.  (…) O sea que aquí se enriqueció el cuento llevado posteriormente a la literatura. (…)

Cuando se desarrollaron las fuerzas productivas y aparecieron la arriería, la posada, la fonda y la aldea se hizo más compleja la vida social, y de la simple reunión familiar se pasó a formas más sistemáticas de entretenimiento.  Hicieron sus aparición el juego de tute, de dados, la riña de gallos y los ritos religiosos programados por el sacerdote”.[1]

Después de la fundación de “Cartago Viejo”, el 30 de agosto de ese año, al naciente poblado llegaron nuevas oleadas de colonizadores antioqueños, muchos de los cuales establecieron en esta villa sus bastiones para explotar otras tierras.  Tras ellos llegaron los comerciantes y luego los maestros, los abogados, los ingenieros, los médicos y otros profesionales que introdujeron nuevos intereses, nuevas preocupaciones y nuevos modos de vida.

“Teniendo el grupo una cierta homogeneidad racial, pues en su abrumadora mayoría estaba compuesto de colonos y mestizos, y no habiendo población negra o indígena, las primeras diferenciaciones sociales empezaron a existir sobre la base del patrimonio, del dinero.

La llegada a la ciudad de un grupo de comerciantes y profesionales, a fines de la pasada centuria (siglo XIX) y comienzos de la presente (siglo XX), introdujo la educación como un nuevo motivo de diferenciación social.

El grupo dirigente compuesto por propietarios rurales, comerciantes y profesionales venidos la mayor parte de Antioquia, tenía una dominante orientación liberal, por cierto no muy específicamente doctrinaria (…)  La cultura poco densa en sus grupos dirigentes, tampoco daba para plantear conflictos ideológicos de mucha trascendencia”.[2]


A comienzos del siglo XX, a pesar de la llegada de hombres mejor formados intelectualmente y dadas las condiciones todavía adversas del medio, los habitantes de Pereira seguían privilegiando el trabajo físico y vituperaban la vagancia y la pereza, es decir el ocio.  Las actividades intelectuales eran bien vistas en las escuelas o cuando tenían como propósito entretener o amenizar reuniones sociales.  La lectura era un privilegio de algunos pocos que sabían leer y escribir, que podían y tenían el tiempo de acceder a los libros.  Existían pocas bibliotecas personales, por lo cual la mayoría los alquilaba donde don Clotario Sánchez, dueño de una considerable colección que puso a disposición de los habitantes del poblado en su casa ubicada en la Plaza principal.  Los de mayor interés o mayor poder adquisitivo, se dirigían a comprar a almacenes como los de Alfonso Mejía Robledo o Jesús Paneso, que entre una miscelánea de artículos, ofrecían algunas novedades literarias.

La existencia de una nueva élite alfabeta, trajo como consecuencia natural el interés de los diferentes grupos políticos por propagar sus propias ideas.  Tanto el partido conservador como los liberales y los republicanos se procuraron sus propias imprentas.  La primera la trasladó desde Manizales a Pereira el periodista Mariano Botero, en 1904, un año antes de la creación del Departamento de Caldas.  Se sucedieron, en consecuencia, gran cantidad de periódicos con la misma pretensión de abarcar temas como “literatura, intereses generales, crítica, variedades, avisos”, aun cuando en esencia, todos tuvieran exclusivas intenciones políticas.

Los pioneros del periodismo y la literatura en Pereira, la mayoría provenientes de otras latitudes, traían consigo una formación esencialmente romántica, expresada en la influencia de autores como Víctor Hugo, Alphonse de Lamartine y Théophile Gautier, entre los franceses, y José de Espronceda y José Zorrilla, entre los españoles.  Gustaban de los poemas y los escritos que evocaran el amor por la ciudad, el patriotismo, la familia, la tradición y la religión.  Difícilmente se advierte en ellos una referencia a conflictos sociales o se recurre a descripciones del paisaje propio de la región.  Entre ellos se encuentran Julio Cano Montoya, Eduardo Martínez Villegas y Manuel Felipe Calle.  Para este grupo de escritores, las montañas, los guaduales, el pueblo en formación y sus habitantes no constituían escenarios y ambientes dignos de inspirar gran literatura:

“No puede negarse que nuestro ambiente es impropicio para el desarrollo sentimental y el gusto estético del poeta.  La carencia de paisajes, el mercantilismo exagerado, las dificultades para efectuar los cuotidianos paseos con los que se renuevan las perspectivas y el espíritu se amplía e indispensables para aquellos que beben de la Naturaleza, a grandes sorbos, el alimento de la fantasía como al torrental, el agua pura bebe el sediento caminante: el poeta, ese caminante del ideal, el bohemio de un país desconocido que dijera Jorge Mateus, bebe con delirio en los rojos crepúsculos, en las aguas serenas, en el silencio de la media noche y en el ritmo de toda naturaleza el licor vivificante que le da vida a sus ilusionadas ensoñaciones”.[3]


A estos pioneros les sucedió un grupo que conserva rasgos del romanticismo, pero explora nuevas fuentes como el costumbrismo y el modernismo.  El rasgo esencial de esa generación fue su interés por describir en lenguaje vernáculo, la tierra, los sucesos, los personajes y las preocupaciones o despreocupaciones del pueblo que ansiaba convertirse en ciudad.  Literatura de caminos recorridos a lomo de mula por arrieros hiperbólicos y de pueblos enamorados de su propio progreso.  Nacidos en su mayoría en Pereira, estos jóvenes provenían en su mayoría de hogares de pequeños comerciantes o agricultores sin abolengo, con el capital suficiente apenas para educar dignamente a sus hijos.




Cuando esta generación hizo su aparición en el panorama literario de Pereira, a finales de la década de 1920, no fue bien recibida en la ciudad, que percibió a sus integrantes como destructores de una belleza heredada:

“El derrumbamiento total de nuestra cultura literaria, provocado con la muerte de Julio Cano y Eduardo Martínez, dio paso al verso rústico y gastado que dormía el sueño de la nada en los bufetes de los copleros.  Estamos de capa caída y la literatura se desperfecciona cada día más como en aquellos tiempos en que escribía Luchini el bohemio y Enrique Paneso el desgarbado sonetista que actualmente es un cero en los recovecos de Calarcá.  Nada más desconcertante que este avance melancólico de la producción bizantina que nos pueden ofrecer un comerciante de camiones, un modesto mecánico y un agricultor curtido al sol meridional de los trópicos en los cafetales de Huertas.
La necia vanidad de algunos residuos sociales los hace soñar con la gloria como si fuera tan fácil conquistarla.  Y no pasarán de ser escritorzuelos puramente locales de una casta preagónica y anormal que se atormenta inútilmente ante el paso de la generación que triunfa; es desconsolador que medios como el nuestro de una sociedad preparada para la actividad literaria más intensa y brillante, se hallen dominados por cuatro o cinco temperamentos grotescos que viven en una orgía de vanidades”.[1]


domingo, 9 de junio de 2013

Presentación de Anónimos, de Alan González. Obra Ganadora de la versión veintinueve del Concurso Nacional de Novela Aniversario Ciudad de Pereira

Por Susana Henao Montoya

En primer lugar quiero expresar mi sentimiento de alegría por poder participar de esta fiesta de la palabra y por eso doy las gracias al Instituto de Cultura y las autoridades pereiranas, por asumir esta tarea de impulsar con decisión la literatura de la región.

Cuando Alan me pidió presentar su novela me sentí absolutamente cómoda a la vez que honrada por la confianza depositada en mí para hablar con ustedes acerca de ella. No conozco a Alan de manera muy cercana, pero de cierta manera sé quién es, pues lo encuentro siempre en escenarios poéticos, en tareas editoriales y adivino en su mirada la fiebre literaria que, creo, debe acompañar a un escritor. Transita por la poesía, el teatro, la narrativa y el ensayo, pero me parece reconocer su alma de poeta en su capacidad para crear imágenes vívidas, tanto si su intención es conmovernos como horrorizarnos.

Situada en la tradición vanguardista de la novela latinoamericana, ANÓNIMOS es una novela contemporánea que hace palpable la  presencia de las palabras porque el lenguaje no pasa desapercibido en la ficción, no se transparenta como en los discursos cotidianos, sino que adquiere un aura encandilada, que necesita la complicidad del lector para completar el sentido, para entender la disposición de la trama que apenas está esbozada. Un metarrelato hecho de fragmentos en los que aparecen un Él y una Ella hechos de trozos sustantivos y adjetivos más que de carne y hueso. Una novela que es un diario, un cuaderno de notas, un esbozo de escritura, un borrador desde el cual se trazan las vivencias de unos personajes que no intentan ser personas, que no tienen nombre, dos anónimos que pueden ser habitantes cualesquiera de la ciudad. Un Él y un Ella que parecen nacer del poema de Nicolás Suescún con el que se abre el texto.

Creo que es sólo esta trama de creación, trama sobre el trabajo mismo de la escritura lo único que une los distintos episodios de la novela, pero que sin embargo como técnica posee un gran poder expresivo: el poder de soslayar la historia pasada de los personajes, para que los fragmentos de memoria basten para comprender de qué se trata el drama de las vidas plasmadas en el texto. Nacer del poema es nacer ya hecho, sin posibilidad de cambiar el destino, sin posibilidad de pertenecerse, sin posibilidad de construir un yo humanizado porque el poema del que se nace es desgarrado. El poema que da nacimiento a la novela y a él; habla de un ser de otro mundo, inocente y leve que no encuentra lugar, extraviado en el andar, y en el sentimiento, errante en los distintos escenarios a la vez agresivos y seductores de la ciudad.



Ya otras novelas nos han planteado este problema del personaje a medio camino  entre la mente del autor y la vida cotidiana. Recuerdo LA HORA DE LA ESTRELLA de Clarice Lispector y de cómo en las primeras páginas emerge un personaje que nace de la imaginación contaminada de recuerdos literarios y fragmentos de memoria de la autora. En esta novela vemos la transfiguración de Clarice mientras va dejando que su personaje se apodere de ella y hable y sienta a través suyo. También en ANÓNIMOS el personaje se sobrepone al autor desde el comienzo, y las palabras salen de la cotidianidad prosaica para hacernos entrar en el mundo pavoroso y mágico de la noche en las orillas de las ciudades.

Un aire de pesadilla sostiene la respiración de estas criaturas separadas de la naturaleza, deshumanizadas por la pobreza, la violencia, la drogadicción, la locura, la soledad, el simulacro social, el sexo sin deseo, toda la lista de lo que enajena el espíritu humano en esta y muchas otras ciudades del planeta. La emoción está ahí, también el sentimiento, pero paradójicamente fluyen de manera maquinizada porque tanto el cuerpo como la mente se han deformado al contacto con la dureza del concreto en la ciudad. Sobre todo la mente porque ella le declara la guerra al orden establecido y las necesidades del cuerpo pasan a ser las únicas que se resuelven en el sopor del andar entre los laberintos urbanos.

Como también la ciudad toma relevancia insoslayable en el texto, no podría dejar de señalar lo siguiente: Ya la escritura risaraldense había pasado por la creación de las imágenes de ciudad heroica, ciudad cívica, ciudad laberíntica, ciudad inocente, pero ahora una y otra vez comienza a aparecer una literatura que reconstruye la realidad de sus orillas, la realidad de una ciudad lobo, escuela y guarida de seres que no se pertenecen, porque la ciudad es como una herida en la naturaleza que no acaba de sanar. En palabras del autor:

“Levanto la mirada y veo las montañas, veo esos volcanes del invierno perderse en el dilatado horizonte de capas de niebla, tienes que dejan a su paso grumos de vapor; acuarela azul clara desde un extremo; al dar media vuelta las cordilleras de luto, y la ciudad toda ella ruge en su vago lamento geométrico; el musgo, los árboles: el tapiz de un velo de sombras ondeantes que rodeaban la áspera cicatriz cementosa, palpitante de alarmas y luces….y prisa….”

Quizá haya quienes sientan estas visiones como una traición. Pero por fortuna la mayoría de los lectores reclaman otras imágenes de la ciudad. Ya no se perciben a sí mismos como provincianos para quienes la literatura operaba como el folklor, como un instrumento de exaltación al orden establecido o como remembranza de tiempos más gloriosos o tal vez no más gloriosos sino sólo más doctrinarios. Estos nuevos lectores buscan el resquicio, la fractura, la grieta por donde el alma humana grita para decir, con palabras nuevas, los antiguos murmullos de la deshumanización. Y aquí, la novela de Alan se acomoda bastante bien. Sorprende por su agilidad, la renovación en las figuras literarias, sinestesias, metáforas y formas de la ironía (meiosis) que le imprimen sello nuevo al tema clásico del hombre enajenado. También llama mi atención el hecho de que un autor tan joven pueda interactuar con tanta solvencia con imágenes plásticas no sólo construidas a partir de su propia audacia con el uso del vocabulario, de cierta fidelidad a la música del sonido antes que a la llamada del significado.

La intertextualidad con obras de arte de pintores cuya obra nos han dejado atisbar a través de la puerta del infierno como Goya, el Bosco, refuerzan la idea de que las palabras aquí remiten a su naturaleza plástica más que a sus significados tradicionales y por eso no buscan echar un salvavidas a los personajes para que puedan llegar a pertenecerse, sino que las palabras están al servicio de una técnica inscrita en la tradición del horror. Palabras del cuerpo, del dolor, de las cadenas.




Es pues un libro audaz, que acerca temas y técnicas a los lectores jóvenes de nuestra ciudad, no sólo por el alto grado de autoconciencia escritural, sino porque se convierte en la invitación a la renovación de los lenguajes literarios, el abandono definitivo del candor romántico de las literaturas más tradicionales para entrar definitivamente en la era en la que como dice Paul Auster: el lenguaje no es el equivalente a la verdad; es nuestro modo de existir en el mundo.


*Este texto ha sido cedido por el autor de ANÓNIMOS, Alan González Salazar, autorizado a su vez por la profesora Susana Henao Montoya

Los mecanismos del olvido

  A las 10 de la mañana del 16 de diciembre de 1929, un discreto y presuroso cortejo fúnebre salió desde una de las casas ubicadas en la car...