domingo, 17 de noviembre de 2013

Por los senderos del guapo

Prólogo al libro "Pedacitos de historia, de Lisímaco Salazar



El 24 de agosto de 1863, cuando los caucanos al mando del presbítero Remigio Antonio Cañarte arribaron a Pereira provenientes de Cartago, encontraron en este territorio algunos asentamientos de personas dedicadas fundamentalmente a actividades agrícolas.  Se vivía en un aislamiento roto solamente por las noticias de los viajeros que informaban sobre las guerras y los cambios en el país y en el mundo.  El entretenimiento no iba más allá de las largas conversaciones, luego de las labores cotidianas:

“Las dificultades en las tareas diarias en la lucha contra la selva culminaban hacia las cinco de la tarde cuando los hombres adultos suspenden el trabajo y regresan al rancho.
Pero a las siete de la noche, después de “arreglar cocina”, toda la familia se reunía alrededor del fogón y en este agradable ambiente los adultos narraban sus experiencias (…)

Las tertulias nocturnas alrededor del fogón permitieron la creación de mitos, leyendas, fábulas y espantos los cuales surgieron de hechos reales pero aparecían envueltos con el ropaje de la fantasía popular. (…)
Los cuentos del proceso de colonización se caracterizaban porque eran narrados por adultos para adultos, aunque los niños también eran tenidos en cuenta.  (…) O sea que aquí se enriqueció el cuento llevado posteriormente a la literatura. (…)

Cuando se desarrollaron las fuerzas productivas y aparecieron la arriería, la posada, la fonda y la aldea se hizo más compleja la vida social, y de la simple reunión familiar se pasó a formas más sistemáticas de entretenimiento.  Hicieron sus aparición el juego de tute, de dados, la riña de gallos y los ritos religiosos programados por el sacerdote”.[1]

Después de la fundación de “Cartago Viejo”, el 30 de agosto de ese año, al naciente poblado llegaron nuevas oleadas de colonizadores antioqueños, muchos de los cuales establecieron en esta villa sus bastiones para explotar otras tierras.  Tras ellos llegaron los comerciantes y luego los maestros, los abogados, los ingenieros, los médicos y otros profesionales que introdujeron nuevos intereses, nuevas preocupaciones y nuevos modos de vida.

“Teniendo el grupo una cierta homogeneidad racial, pues en su abrumadora mayoría estaba compuesto de colonos y mestizos, y no habiendo población negra o indígena, las primeras diferenciaciones sociales empezaron a existir sobre la base del patrimonio, del dinero.

La llegada a la ciudad de un grupo de comerciantes y profesionales, a fines de la pasada centuria (siglo XIX) y comienzos de la presente (siglo XX), introdujo la educación como un nuevo motivo de diferenciación social.

El grupo dirigente compuesto por propietarios rurales, comerciantes y profesionales venidos la mayor parte de Antioquia, tenía una dominante orientación liberal, por cierto no muy específicamente doctrinaria (…)  La cultura poco densa en sus grupos dirigentes, tampoco daba para plantear conflictos ideológicos de mucha trascendencia”.[2]


A comienzos del siglo XX, a pesar de la llegada de hombres mejor formados intelectualmente y dadas las condiciones todavía adversas del medio, los habitantes de Pereira seguían privilegiando el trabajo físico y vituperaban la vagancia y la pereza, es decir el ocio.  Las actividades intelectuales eran bien vistas en las escuelas o cuando tenían como propósito entretener o amenizar reuniones sociales.  La lectura era un privilegio de algunos pocos que sabían leer y escribir, que podían y tenían el tiempo de acceder a los libros.  Existían pocas bibliotecas personales, por lo cual la mayoría los alquilaba donde don Clotario Sánchez, dueño de una considerable colección que puso a disposición de los habitantes del poblado en su casa ubicada en la Plaza principal.  Los de mayor interés o mayor poder adquisitivo, se dirigían a comprar a almacenes como los de Alfonso Mejía Robledo o Jesús Paneso, que entre una miscelánea de artículos, ofrecían algunas novedades literarias.

La existencia de una nueva élite alfabeta, trajo como consecuencia natural el interés de los diferentes grupos políticos por propagar sus propias ideas.  Tanto el partido conservador como los liberales y los republicanos se procuraron sus propias imprentas.  La primera la trasladó desde Manizales a Pereira el periodista Mariano Botero, en 1904, un año antes de la creación del Departamento de Caldas.  Se sucedieron, en consecuencia, gran cantidad de periódicos con la misma pretensión de abarcar temas como “literatura, intereses generales, crítica, variedades, avisos”, aun cuando en esencia, todos tuvieran exclusivas intenciones políticas.

Los pioneros del periodismo y la literatura en Pereira, la mayoría provenientes de otras latitudes, traían consigo una formación esencialmente romántica, expresada en la influencia de autores como Víctor Hugo, Alphonse de Lamartine y Théophile Gautier, entre los franceses, y José de Espronceda y José Zorrilla, entre los españoles.  Gustaban de los poemas y los escritos que evocaran el amor por la ciudad, el patriotismo, la familia, la tradición y la religión.  Difícilmente se advierte en ellos una referencia a conflictos sociales o se recurre a descripciones del paisaje propio de la región.  Entre ellos se encuentran Julio Cano Montoya, Eduardo Martínez Villegas y Manuel Felipe Calle.  Para este grupo de escritores, las montañas, los guaduales, el pueblo en formación y sus habitantes no constituían escenarios y ambientes dignos de inspirar gran literatura:

“No puede negarse que nuestro ambiente es impropicio para el desarrollo sentimental y el gusto estético del poeta.  La carencia de paisajes, el mercantilismo exagerado, las dificultades para efectuar los cuotidianos paseos con los que se renuevan las perspectivas y el espíritu se amplía e indispensables para aquellos que beben de la Naturaleza, a grandes sorbos, el alimento de la fantasía como al torrental, el agua pura bebe el sediento caminante: el poeta, ese caminante del ideal, el bohemio de un país desconocido que dijera Jorge Mateus, bebe con delirio en los rojos crepúsculos, en las aguas serenas, en el silencio de la media noche y en el ritmo de toda naturaleza el licor vivificante que le da vida a sus ilusionadas ensoñaciones”.[3]


A estos pioneros les sucedió un grupo que conserva rasgos del romanticismo, pero explora nuevas fuentes como el costumbrismo y el modernismo.  El rasgo esencial de esa generación fue su interés por describir en lenguaje vernáculo, la tierra, los sucesos, los personajes y las preocupaciones o despreocupaciones del pueblo que ansiaba convertirse en ciudad.  Literatura de caminos recorridos a lomo de mula por arrieros hiperbólicos y de pueblos enamorados de su propio progreso.  Nacidos en su mayoría en Pereira, estos jóvenes provenían en su mayoría de hogares de pequeños comerciantes o agricultores sin abolengo, con el capital suficiente apenas para educar dignamente a sus hijos.




Cuando esta generación hizo su aparición en el panorama literario de Pereira, a finales de la década de 1920, no fue bien recibida en la ciudad, que percibió a sus integrantes como destructores de una belleza heredada:

“El derrumbamiento total de nuestra cultura literaria, provocado con la muerte de Julio Cano y Eduardo Martínez, dio paso al verso rústico y gastado que dormía el sueño de la nada en los bufetes de los copleros.  Estamos de capa caída y la literatura se desperfecciona cada día más como en aquellos tiempos en que escribía Luchini el bohemio y Enrique Paneso el desgarbado sonetista que actualmente es un cero en los recovecos de Calarcá.  Nada más desconcertante que este avance melancólico de la producción bizantina que nos pueden ofrecer un comerciante de camiones, un modesto mecánico y un agricultor curtido al sol meridional de los trópicos en los cafetales de Huertas.
La necia vanidad de algunos residuos sociales los hace soñar con la gloria como si fuera tan fácil conquistarla.  Y no pasarán de ser escritorzuelos puramente locales de una casta preagónica y anormal que se atormenta inútilmente ante el paso de la generación que triunfa; es desconsolador que medios como el nuestro de una sociedad preparada para la actividad literaria más intensa y brillante, se hallen dominados por cuatro o cinco temperamentos grotescos que viven en una orgía de vanidades”.[1]



La mayoría de los representantes de esta generación comenzaron sus incursiones literarias en las páginas de los periódicos donde servían, gracias a que se encontraban entre los pocos jóvenes que sabían leer y escribir.  Algunos incluso fundaron sus propias publicaciones para dar a conocer sus primeras crónicas y sus primeros poemas, géneros que por más de cincuenta años predominaron en gusto de los escritores y los lectores, al lado de los comentarios, los editoriales y las noticias.

Una mención especial merece la Imprenta Nariño, adquirida en 1909 en Manizales por Roberto Cano y Eduardo Piedrahíta, y dirigida por Ignacio Puerta.  Allí se imprimieron gran cantidad de periódicos de Pereira y de los poblados vecinos, así como los primeros libros de Julio Cano y Alfonso Mejía Robledo.  Poco antes de concluir la segunda década del siglo XX, a esta imprenta entró a trabajar como prensista el joven Lisímaco Salazar.  Nacido el 26 de mayo de 1899, era hijo de Braulio Salazar Vega y Zoila Rosa Ruiz, agricultores y vecinos de la vereda Altamira o Laguneta, en cercanías de los límites entre Pereira y Armenia.  Lisímaco y su hermana mayor nacieron y se criaron en medio de este paisaje, hasta cuando contaron con edad suficiente para ingresar a la escuela y su madre los trasladó a la Villa de Cañarte.  El niño llamó la atención de sus profesores por su inteligencia y su carácter, que ya comenzaba a manifestarse rebelde y aventurero.  Ese paso por la escuela tuvo recesos provocados por la inadaptabilidad de los hermanitos Salazar al clima del poblado, que llevó a un médico a prescribir el regreso al campo.

En la Imprenta Nariño, a Lisímaco lo deslumbran los versos de Julio Cano Montoya y Eduardo Martínez Villegas, que le correspondía armar en las planchas que se convertirían luego en las páginas de los periódicos.  Su curiosidad lo llevó a entablar amistad con estos poetas y con otros asiduos visitantes de los periódicos, de quienes recibe consejos acerca del arte de escribir y orientación en temas como la ciencia y el esoterismo, a los cuales dedicó muchas horas a lo largo de su vida.  Algunas de estas amistades surgieron por la lectura de los versos que él publicara en una hoja llamada “El Estro” y en otras publicaciones como “Colombia intelectual”, “Los derechos” y “Bandera roja”.

Por esos años, se encontraba en Pereira Luis Tejada Cano, el joven hijo de don Benjamín Tejada Córdoba, fundador del Instituto Murillo Toro.  Traía consigo noticias acerca de obras y autores de moda y se comportaba de un modo que ganó la admiración y la amistad de jóvenes contemporáneos suyos, como Ignacio Torres Giraldo, los hermanos Emilio y Eduardo Correa Uribe, Sixto Mejía, entre otros.  En Pereira, Tejada comenzó a publicar las primeras crónicas que lo convertirían en un referente del género en Colombia.  Es una época en la que comenzaban también a popularizarse las ideas socialistas.  Lisímaco Salazar, espíritu inquieto y observador, siguió de cerca al joven antioqueño, que rápidamente abandonó la ciudad –regresó algunas veces- para comenzar su brillante carrera en “El Espectador”, en Bogotá.

La crónica había comenzado a ser cultivada por letrados, literatos y escritores inquietos por la marcha de la vida en sus pueblos o deseosos de entregar a las nuevas generaciones recuerdos o anécdotas del paso de su vida por él.  En Pereira, este género jugó un papel decisivo en la formación de un discurso histórico y es el germen de la narrativa local.  La crónica permitía ocuparse y hacer crítica de temas de actualidad, internacionales, regionales, locales e incluso personales, en un estilo ameno que inundó la prensa pereirana durante la primera mitad del siglo XX.  Gracias a esos relatos, se cuenta con información valiosa acerca de los hábitos y costumbres cotidianos, que complementan el dato objetivo y arrojan luces sobre el pasado.  La influencia y los rasgos de la crónica, tanto antes como después de la presencia de Tejada, forman un capítulo aparte en el estudio de la literatura en Pereira.

Con Clímaco Jaramillo y Roberto Grisales, Lisímaco Salazar integró el primer Sindicato de Pereira, a mediados de la década de 1920.  En esa misma época, el 26 de junio de 1925, contrajo matrimonio con Aura Gutiérrez.

Al finalizar esa década, Emilio Correa Uribe creó EL DIARIO, periódico que circuló entre 1929 y 1982.  Lisímaco se convirtió en su primer prensista y por más de treinta años sus poemas y algunas crónicas aparecieron con regularidad en las páginas de éste, el principal promotor de las causas cívicas y políticas emprendidas en la ciudad.  Son años de una intensa vida bohemia, en compañía de amigos como Chalarca, compañero suyo en EL DIARIO, o como Ignacio Buitrago, quien lo atrajo hasta Montenegro (Quindío) con la promesa de publicar una revista que había soñado por largo tiempo.

En Montenegro conoció al poeta Luis Carlos Flórez, con quien tomó parte activa en el proceso de defensa de los terrenos baldíos, de propiedad del Estado colombiano, ocupados y cultivados por colonos, que pretendían ser arrebatados a éstos por los pereiranos Roberto Marulanda y Tocayo Ángel.  Estas actuaciones le granjearon la antipatía de algunos integrantes de la élite pereirana, a la cual pertenecían los señores Marulanda y Ángel.


Durante la década de los años treinta y la mitad de la siguiente, son los poemas de Lisímaco Salazar los que llenan las páginas literarias de los periódicos de Pereira.  Se había comenzado a olvidar a Julio Cano Montoya y apenas se comenzaban a conocer los primeros versos del jovencito Luis Carlos González Mejía.  Sin embargo, por despreocupación o por falta de recursos, Lisímaco no refrendó esa influencia literaria con la publicación de algún libro que ofreciera una muestra considerable y consistente de su talento literario.  Prueba de ese magisterio que ejerció durante aquellos años es esta carta que le dirigiera tiempo después Luis Carlos González, con motivo de la publicación de “Senderos”, el único libro publicado por Salazar, en 1965:

Pereira, 10 de mayo de 1965.

Señor
don Lisímaco Salazar

Querido hermano y generoso amigo.  La palabra resulta apenas sílaba pequeñita y sin sentido, cuando es el propio corazón el labio estremecido que anhela pronunciarla y es la gratitud crucificada el aliento sincero que la dicta.

Tal es el caso ante la generosa deferencia.  Dedicarme en unión de tus vivos y tus muertos la realidad triunfante de SENDEROS, es deuda que no lograré pagarte ni con la fácil moneda de la ingratitud que a los hombres distingue y a sus causas auxilia.

Pero poeta y hermano, tales consideraciones no son suficientemente fuertes para impedirme declararte que ha sido inmensa la satisfacción al ver realizado, para la ciudad de Pereira convertida en espíritu, el libro poderoso y sencillo que desde hace tanto tiempo venimos esperando con ansiedad cariñosa y con afecto hogareño.

En todas las páginas del libro que nos diste aparece el poeta del corazón y la semilla.  Ese que para mi honra orgullosa y mi satisfacción exquisita fuera el maestro consultor de mis primeros versos para las letras de molde.

Que la satisfacción del deber cumplido y la presencia de la gloria conquistada te paguen lo que tus amigos, tus conciudadanos, tu terruño moreno y tu torpe discípulo no seremos capaces de pagarte.

Te abraza,
LUIS CARLOS GONZÁLEZ MEJÍA


Veinte años antes, en un artículo de EL DIARIO, Lisímaco saludaba con igual entusiasmo el libro “Sibaté”(1946), de Luis Carlos González, de cuya poesía dice “será del agrado de los hombres que la saboreen, de los hombres que sepan distinguir entre una metáfora y un símil, un hemistiquio y una cisura”.  A estos dos poetas los unió una amistad que tuvo su sustento en el gusto por lo literario y la vida bohemia.  Cada uno a su manera ofreció un testimonio de los valores y anécdotas de la “ciudad prodigio”.

A raíz del asesinato, en Bogotá, del jefe liberal Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, se creó en Colombia un clima de intolerancia que hizo temer a Lisímaco Salazar por su vida.  Abandonó su puesto en la Secretaría de Obras Públicas municipales y por consejo de Ricardo Ángel Jaramillo vendió su casa en el barrio “Primero de mayo”, para lanzarse a una nueva aventura, esta vez como comerciante de madera en San Pedro de Ingará, población del sur del Chocó.  Allí llegó con algunos de sus hijos, compró una recua de quince mulas y una parcela que bautizó “Montecristo”, en homenaje a Alejandro Dumas, y se internó con un grupo de aserradores en las selvas chocoanas, soñando con hacer fortuna.  El sueño terminó siete años después, cuando la violencia alcanzó esa zona del país y debió marcharse rumbo a Medellín, al amparo de uno de sus hijos, que trabajaba como obrero en Coltejer.  En la capital antioqueña conoció al poeta León Zafir y a Tartarín Moreira, en jornadas nocturnas que no vivía desde sus días en Pereira y Montenegro.

Retorna a su ciudad, poco antes de la celebración del primer centenario de la fundación.  Con su hijo Oliveiro, también aficionado a la literatura, participan en el Concurso de historia organizado por la Alcaldía con motivo de la celebración, en el cual ocupan el segundo lugar.  Su producción literaria es considerable, pero conocida de manera fragmentaria.  Toma forma, entonces, la idea de publicar su primer libro, “Senderos”, que sería posible por ordenanza de la Asamblea de Caldas, en 1965.  En el prólogo, el también escritor pereirano Bernardo Trejos Arcila, destacó lo siguiente:

“Lisímaco Salazar no ha hecho concesiones al grupo imperante.  Quizás por esto no ha sido ni será un poeta de moda.  Pero en cambio, es honestamente sincero, y una bullente y varia sensibilidad discurre amplia y desembarazada por esos poemas que, ora adoptan forma de endecha sentida o confidente madrigal para cantar a la mujer amada, como en su colección de sonetos; ora se colman de impávido arrojo para protestar contra la injusticia social en “Miseria”; o aflora en ellos, de improviso, cierta fina socarronería, como en algunos de sus Romances; y hasta la bohemia romántica de antaño tiene su muestra en “Con arrestos de Guapo”.

SENDEROS es entonces, el itinerario sentimental del poeta.  La ruta de su emoción.  Es a manera de autobiografía o breviario interior en donde cada momento de la vida personal del vate ha quedado jalonado por la piedra miliar de una rútila estrofa”.

En “Senderos”, como en “Sibaté, de Luis Carlos González, y en “Otoño de tu ausencia”, de Benjamín Baena Hoyos, son comunes los versos influenciados por los poetas españoles del Siglo de Oro y de la Generación del 27, cuyas producciones ya se conocían en Pereira, como lo comprueban los comentarios que sobre Rafael Alberti, Gerardo Diego y sobre la Generación de Piedra y Cielo, hiciera durante algún tiempo en EL DIARIO Arcesio Villegas Calle.  Se transparenta en la escritura de romances o madrigales que acompañan sus colecciones de sonetos.  Esta influencia de la poesía española en la producción literaria de los autores pereiranos mencionados es un aspecto que merece también mayor atención en el futuro.

Luego de su retorno a la ciudad y por ofrecimiento de César Pineda Gutiérrez, fiscal ante el Tribunal de Pereira, Lisímaco Salazar se desempeñó en el área de instrucción criminal, hasta cuando obtuvo la pensión, en 1970.

Ante la imposibilidad de comprarse una máquina de escribir, escribía sus textos a mano.  Fue gracias a la generosidad de don Juan Mejía Duque, quien le regaló una máquina Underwood que se conserva todavía, que el anciano Lisímaco pudo dedicar el tiempo libre de sus últimos años a “pasar en limpio” los escritos que conservaba y de los cuales le dio noticia al periodista Alonso Gaviria Paredes, cuando este intentaba realizar una compilación de obras de autores pereiranos.  El texto completo de esa carta es el siguiente:

Pereira, 6 de septiembre de 1975

Señor
ALONSO GAVIRIA PAREDES


Estimado señor:

Hago referencia a su oficio de primero de septiembre del año que corre.  Sea lo primero agradecerle la lectura del Numeral 330 de mi obra inédita “Autobiografía kilomética”, publicada en la edición extraordinaria del periódico EL IMPARCIAL y del reportaje a Lisandro Hincapié escrito para EL DIARIO hace ya algún tiempo.  Ambos trabajos son parte de la historia de Pereira.

Más abajo me ruega usted que le comunique cuáles son mis obras y que si las tengo en mi poder.  Claro que mi obra completa sí la tengo, auncuando falta mucho trabajo para ponerla en limpio, lo que estoy ejecutando precisamente en estos momentos.

La obra poética mía se reduce a “Senderos”, libro que publicado por la Imprenta Departamental de Caldas en 1965, en cumplimiento de una Ordenanza de la Honorable Asamblea.  Este es el único libro mío que ha salido a la luz pública y que conforma una ínfima parte de los versos que he escrito en el camino de mi vida, publicados en revistas y periódicos.  Le puedo decir que tuve debilidad por el teatro y que de esta clase de literatura tengo escrito en verso “La ecléctica”, obra en diez cantos.  Que también escribí “El corazón de la estrella”, una especie de opereta o zarzuela en cuatro actos y cuatro cuadros, pieza completamente musical, escrita con motivo del Centenario de Pereira, hace de ello doce años.  Fue imposible montarla a los escenarios porque era preciso buscar un virtuoso del pentagrama para que adaptara parte de las estrofas y de los coros a melodías y entonaciones que la obra necesita.  En prosa tengo una comedia en tres actos que se denomina “Los paisas” y otra en un solo acto que se llama “Pa’eso sirve la plata”.  Todas estas cosas mías las he organizado, sacando en limpio y empastando, de lo que ya tengo cinco tomos, los que han de quedar como herencia de mis hijos y de mis nietos que ya son bastantes.

Debo contarle que mi obra tiene muchas facetas, entre ellas el cuento.  Tres de estos escritos que forman una serie se llaman “La prueba indirecta” y abarcan tres posiciones de la investigación penal, cuando se encuentran ausentes las pruebas de cargo y hay que entrar el difícil camino del indicio para llegar a la verdad de lo que se investigó y con esta verdad castigar a los culpables.

También entra en mi obra la parte jacarandosa, la que inundó los periódicos de esta índole que en hogaño se publicaron en Pereira.  Allí se encuentra el chascarrillo, el retruécano, la ironía disimulada y contundente, la redondilla mordaz y maliciosa, cosas que se usaron en los tiempos idos, cuando los hombres amaban la poesía que encerraba pensamientos profundos, como la de Clímaco Soto Borda y era sometida a una retórica meditada y perfecta.  Entre esta clase de poesía tengo seleccionados unos sonetos de corte alejandrino que hablan de los hombres y costumbres idos en Pereira.  Todo lo que le estoy contando fue publicado con el seudónimo de Fray Camilo que en su tiempo devoraban con avidez los lectores de la ciudad.

Ya viejo escribí un pequeño folleto de versos a la moderna que intitulé “Moronas”.  Para muestra le transcribo la “Morona 57”:

“Con un sorbo de galaxias
hizo gárgaras Dios.
Pegado a su garganta
quedó un pedazo de sol.
En esta pequeña partícula
me encuentro yo”.

Tengo recogidos mis primeros y mis últimos versos.  Haré con ellos dos tomos para que sean el Alfa y el Omega de mi vida de cantor.  Con ello quedaré satisfecho del camino que me ha tocado hollar, y con mi “Autobiografía Kilométrica” que en estos momentos estoy pasando en limpio los Tomos III y IV, pues el I y el II ya se encuentran empastados, junto con otros dos tomos de un “Diario” que llevé desde el 26 de mayo de 1970 hasta el 6 de abril de 1974, cuando por enfermedad tuve que abandonar.  En este Diario están registrados los principales acontecimientos del país y del mundo, ocurridos dentro de estas dos fechas.

Otra de las facetas de mi vida como escritor fue la novelística.  En 1950, en tiempos de la violencia, cuando me vi obligado a dejar mi pueblo y marchar al Chocó, guardé los originales de dos novelas que se llamaban “El ángel de la guarda”, amorosa y romántica, y “Los Privolvos y Suvolvos”, narraciones fantásticas, de ficción, cuyo escenario era la Luna.  En 1957, cuando regresé de tamaña aventura, los dueños de la casa donde habían quedado los originales me dieron como razón: “Necesitábamos la pieza en donde se encontraban esos papeles viejos y les tuvimos que prender fuego”.  Lo malo de todo esto fue que allí se encontraban también los originales de otro diario que escribí desde 1935 en donde estaban estampados todos los acontecimientos que se sucedieron con la creación del Fascismo en Italia y del nacionalsocialismo en Alemania, hasta la Guerra Civil en España y la última hecatombe que asoló al mundo.

Me dice, querido amigo, que están recogiendo libros de pereiranos raizales y de adopción.  Quiero que tengan en cuenta como pereirano a Alfonso Mejía Robledo.  No sé dónde se encuentra ahora, pues su último libro de poesías “Númenes del viento” lo recibí de Tegucigalpa y desde este momento perdí su ruta.  Alfonso es uno de los pereiranos más inquietos que ha dado la ciudad.  Cuando apenas contaba con catorce años de edad, dirigía un periódico que se editaba en la Imprenta Nariño.  Antes de cumplir los veinte escribió el primer libro de versos que editó don Ignacio Puerta y después salió del país y en Panamá editó su segunda obra que intituló “Horas de paz”.  Luego escribió dos novelas, “Rosas de Francia” y “La risa de la fuente” y desde este momento habitó en Francia y Alemania, países en donde recibió varios títulos que acreditan como docto en varias ciencias del saber humano y de allí en adelante ha escrito más de doce obras y ocupado consulados en Centroamérica por cuenta del Gobierno de Colombia.

Como pereirano adoptivo le puedo hablar de Ángel Castaño Muñoz, quien vivió los últimos años de su vida en Cartago, en donde debe haber dejado dos libros de poesías organizados, que jamás pudo publicar por falta de recursos.  Este, como Enrique Palomino Pacheco y Andrés Mercado, del occidente de Caldas, y Víctor Sandoval, de Cartago, escribieron bellos versos, pero no pasaron de revistas y hebdomadarios que se publicaban en aquel entonces.

Mi pensamiento es el de organizar un tomo con los reportajes de Lisandro Hincapié y de Dolores Aguilar, una hija de Rodolfo y Clara Castro, que fue el primer matrimonio que colonizó la finca “Matecaña”, en donde hoy queda nuestro Aeropuerto.  A él pienso agregar “Cómo conocí a Emilio Correa Uribe”, “El Chocó y sus laberintos”, “Estudio sobre la novelística de Tomás Carrasquilla” y la “Poesía a través de los tiempos”.  Parte de estos escritos han visto la luz pública en ediciones extraordinarias de El Diario.  Pueda ser que la poca vida que me queda dé lugar a todos estos proyectos, pues así quedaría completa la herencia para mis descendientes.

Si usted quiere conocer mi obra completa, lo invito a mi residencia en Dosquebradas, en la calle 52 Número 12-47, Barrio Los Naranjos.  Por hoy adjunto a la presente cuatro libros de “Senderos” para que uno de ellos engrose la obra de escritores pereiranos raizales y de adopción que usted está recopilando, por lo que lo felicito de corazón y me suscribo como obsecuente servidor y amigo,
LISÍMACO SALAZAR

Gran parte de los inéditos que refiere Lisímaco Salazar se encuentran en poder de sus hijos, quienes a pesar del olvido al que ha sido sometido su padre y a sus escasos medios, han hecho lo posible por conservarlos, a la espera de que la ciudad se interese por esta obra.  No obstante existe el riesgo de que corran la misma suerte de los papeles personales de Julio Cano Montoya, autor de la letra del himno a Pereira y el primer poeta que la ciudad reconoció como propio, que fueron arrojados a la basura por sus descendientes, por considerarlos un estorbo, sin que hoy sea posible encontrar sus libros “Brotes de rebelión” (1913) y “Voces sumisas” (1917), publicados por la Imprenta Nariño.  De esta forma se han venido perdiendo documentos valiosos para reconstruir la historia y a partir de ella elaborar un discurso crítico que permita comprender de una manera menos fragmentaria la evolución del quehacer literario desde la llegada de la primera imprenta a la ciudad.

Esta constante negación, en la práctica y en la teoría, de la existencia de una producción literaria valiosa en Pereira es otro aspecto del discurso literario que merece mayor atención en el futuro, pues si es justificada, demuestra la incapacidad de los creadores literarios para superar los condicionantes que impiden que sus obras trasciendan el ámbito de la provincia; y si no, es la comprobación de que existe un prejuicio alrededor de la producción literaria local, que evita que se la valore en su real dimensión.




A lo largo del año 1977, quizás por sugerencia del propio Alonso Gaviria Paredes, Lisímaco Salazar comenzó a publicar, por entregas, en “LA TARDE”, estampas y crónicas sobre personajes y sucesos de la historia de Pereira, entre 1905 y 1930, aproximadamente.  Aun cuando en los originales transcritos en su máquina Underwood, él mismo bautizó estos escritos con el nombre genérico de “Pedacitos de historia”, en el periódico se publicaron con el nombre de “Trocitos de historia”.  Una copia de éstos le fue entregada por Lisímaco al periodista César Augusto López Arias, para su publicación en libro.  El 13 de marzo de 1979, López Arias fue baleado por sicarios cuando salía de la Universidad Libre de Pereira.  Lisímaco Salazar fallecería dos años después, en 1981, sin ver ese sueño realidad.

“Pedacitos de historia” no es en rigor un libro escrito con la pretensión de narrar la historia de Pereira ni sus principales acontecimientos.  Se trata de las anécdotas y los recuerdos de un hombre de origen campesino, aventurero, poeta y bohemio, que debió ganarse la vida desempeñando diversos y modestos oficios.  Los personajes de los cuales ofrece sus impresiones fueron sus amigos o le merecieron el respeto y la admiración por su talento o su manera de afrontar la existencia.  En la mayoría de los casos se trata de estampas o perfiles, pero también hay crónicas.  En este sentido, Lisímaco Salazar integra el gran número de cronistas que se dedicaron a narrar hechos cotidianos y extraordinarios de la vida en Pereira, no obstante fueran pocos los que se interesaran por publicar sus textos en un libro y lograran hacerlo.  A esta lista pertenecen, entre otros, Carlos Echeverri Uribe, Ricardo Sánchez, Luis Carlos González, Euclides Jaramillo Arango y Luis Yagarí; pero se desconoce el fruto del talento de hombres como Emilio Correa Uribe, Ramón Albán (J.J.) y Edmundo Flórez, cronistas prolíficos de esa época.

En este libro de Lisímaco Salazar se encuentran también algunas descripciones detalladas de la Pereira de comienzos del siglo XX.  Los mangos, el río Otún, los parques, algunos caminos, son evocados y descritos con tanta minuciosidad que hacen sentir al lector que los recorre en compañía del autor.

En resumen, se trata de un testimonio de la vida cotidiana de Pereira durante las primeras tres décadas del siglo XX.

Ha sido el empeño de sus hijos Hugo, Luzmila, Hernán, Nora, Alba (q.e.p.d), Héctor, Oliveiro (q.e.p.d) y Nelson, en compañía de sus nietos, el que ha llevado a que Ricardo Montoya, Joel Valencia, José Fernando Marín Hernández, Luz Adriana Carrillo Palacio y Mauricio Ramírez Gómez, nos interesáramos por aportar a este sueño de la familia de revivir al viejo poeta pereirano, cuya vida él mismo resumió magistralmente en su poema “Con arrestos de guapo”:


Con arrestos de guapo, vocación de pirata,
cabalgué los corceles de la tierra moruna
y reté muchas veces a la pálida Luna
a embestir a la Tierra con sus cuernos de plata.

Trepé lomas enormes, crucé inmensos caminos,
me posé sobre cerros que el destino me irroga;
cual vaquero del mundo le abrí guasque a mi soga,
y enlacé los picachos de los cerros vecinos.

Pereirano, poeta, bebedor, vagabundo,
arranqué de la vida, sin saber, varios quistes.
Me burlé de los ríos por pequeños y tristes
ante el piélago inmenso de los mares del mundo.

Combatiendo las huestes de la loca miseria
-Mariscal de los campos de batalla sin cuento-
Penetré con la espada sobre el lomo del viento
la manigua lejana, la taigá de Siberia.

Desperté los espacios porque estaban dormidos;
consolé la montaña que lloraba a torrentes.
Cual si fueran mis hijas, les di palo a las fuentes
por amar en las noches los peñascos dormidos.

Y volé sobre todo, donde hay cosas más bellas;
arranqué de mi pecho tres o siete cuchillos;
me burlé de los hombres que remachan tornillos,
porque el cielo está siempre remachado de estrellas.

Y fui Dios. Creé vidas con mis locos placeres,
a pesar de mi forma incomplexa y enferma.
Si millones de óvulos recibiesen mi esperma,
crearía en el mundo sextillones de seres.

Pereirano, poeta, bebedor, vagabundo,
arranqué de la vida, sin saber, varios quistes.
Me burlé de los ríos por pequeños y tristes
ante el piélago inmenso de los mares del mundo.


Desde el olvido, retorna Lisímaco Salazar para recordarnos que nuestra historia es más rica de lo que pretendemos hacerla parecer y está llena de hombres que la han construido también desde sus oficios cotidianos.  Esperamos que esta publicación contribuya a darle al autor el lugar destacado que se merece entre los escritores pereiranos.  El tiempo dirá la última la palabra.


MAURICIO RAMÍREZ GÓMEZ
Pereira, diciembre de 2013




[1] VALENCIA Llano, Albeiro. “Vida cotidiana y desarrollo regional en la colonización antioqueña”. Manizales: Universidad de Caldas, 1996. Pág. 108, 116, 117
[2] JARAMILLO Uribe, Jaime. “Historia de Pereira (1863 – 1963). Club Rotario. Bogotá: Voluntad, 1963. Pág. 403
[3] MARTÍNEZ Villegas, Eduardo. “Julio Cano”. Tomado de BIEN SOCIAL, Pereira, 23 de abril de 1919. Pág. 2
[1] LARRA JACINTO. “Los poetas”. El Diario, Pereira, 15 de enero de 1930. Pág. 6 y 9




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Los mecanismos del olvido

  A las 10 de la mañana del 16 de diciembre de 1929, un discreto y presuroso cortejo fúnebre salió desde una de las casas ubicadas en la car...