domingo, 17 de noviembre de 2013

Por los senderos del guapo

Prólogo al libro "Pedacitos de historia, de Lisímaco Salazar



El 24 de agosto de 1863, cuando los caucanos al mando del presbítero Remigio Antonio Cañarte arribaron a Pereira provenientes de Cartago, encontraron en este territorio algunos asentamientos de personas dedicadas fundamentalmente a actividades agrícolas.  Se vivía en un aislamiento roto solamente por las noticias de los viajeros que informaban sobre las guerras y los cambios en el país y en el mundo.  El entretenimiento no iba más allá de las largas conversaciones, luego de las labores cotidianas:

“Las dificultades en las tareas diarias en la lucha contra la selva culminaban hacia las cinco de la tarde cuando los hombres adultos suspenden el trabajo y regresan al rancho.
Pero a las siete de la noche, después de “arreglar cocina”, toda la familia se reunía alrededor del fogón y en este agradable ambiente los adultos narraban sus experiencias (…)

Las tertulias nocturnas alrededor del fogón permitieron la creación de mitos, leyendas, fábulas y espantos los cuales surgieron de hechos reales pero aparecían envueltos con el ropaje de la fantasía popular. (…)
Los cuentos del proceso de colonización se caracterizaban porque eran narrados por adultos para adultos, aunque los niños también eran tenidos en cuenta.  (…) O sea que aquí se enriqueció el cuento llevado posteriormente a la literatura. (…)

Cuando se desarrollaron las fuerzas productivas y aparecieron la arriería, la posada, la fonda y la aldea se hizo más compleja la vida social, y de la simple reunión familiar se pasó a formas más sistemáticas de entretenimiento.  Hicieron sus aparición el juego de tute, de dados, la riña de gallos y los ritos religiosos programados por el sacerdote”.[1]

Después de la fundación de “Cartago Viejo”, el 30 de agosto de ese año, al naciente poblado llegaron nuevas oleadas de colonizadores antioqueños, muchos de los cuales establecieron en esta villa sus bastiones para explotar otras tierras.  Tras ellos llegaron los comerciantes y luego los maestros, los abogados, los ingenieros, los médicos y otros profesionales que introdujeron nuevos intereses, nuevas preocupaciones y nuevos modos de vida.

“Teniendo el grupo una cierta homogeneidad racial, pues en su abrumadora mayoría estaba compuesto de colonos y mestizos, y no habiendo población negra o indígena, las primeras diferenciaciones sociales empezaron a existir sobre la base del patrimonio, del dinero.

La llegada a la ciudad de un grupo de comerciantes y profesionales, a fines de la pasada centuria (siglo XIX) y comienzos de la presente (siglo XX), introdujo la educación como un nuevo motivo de diferenciación social.

El grupo dirigente compuesto por propietarios rurales, comerciantes y profesionales venidos la mayor parte de Antioquia, tenía una dominante orientación liberal, por cierto no muy específicamente doctrinaria (…)  La cultura poco densa en sus grupos dirigentes, tampoco daba para plantear conflictos ideológicos de mucha trascendencia”.[2]


A comienzos del siglo XX, a pesar de la llegada de hombres mejor formados intelectualmente y dadas las condiciones todavía adversas del medio, los habitantes de Pereira seguían privilegiando el trabajo físico y vituperaban la vagancia y la pereza, es decir el ocio.  Las actividades intelectuales eran bien vistas en las escuelas o cuando tenían como propósito entretener o amenizar reuniones sociales.  La lectura era un privilegio de algunos pocos que sabían leer y escribir, que podían y tenían el tiempo de acceder a los libros.  Existían pocas bibliotecas personales, por lo cual la mayoría los alquilaba donde don Clotario Sánchez, dueño de una considerable colección que puso a disposición de los habitantes del poblado en su casa ubicada en la Plaza principal.  Los de mayor interés o mayor poder adquisitivo, se dirigían a comprar a almacenes como los de Alfonso Mejía Robledo o Jesús Paneso, que entre una miscelánea de artículos, ofrecían algunas novedades literarias.

La existencia de una nueva élite alfabeta, trajo como consecuencia natural el interés de los diferentes grupos políticos por propagar sus propias ideas.  Tanto el partido conservador como los liberales y los republicanos se procuraron sus propias imprentas.  La primera la trasladó desde Manizales a Pereira el periodista Mariano Botero, en 1904, un año antes de la creación del Departamento de Caldas.  Se sucedieron, en consecuencia, gran cantidad de periódicos con la misma pretensión de abarcar temas como “literatura, intereses generales, crítica, variedades, avisos”, aun cuando en esencia, todos tuvieran exclusivas intenciones políticas.

Los pioneros del periodismo y la literatura en Pereira, la mayoría provenientes de otras latitudes, traían consigo una formación esencialmente romántica, expresada en la influencia de autores como Víctor Hugo, Alphonse de Lamartine y Théophile Gautier, entre los franceses, y José de Espronceda y José Zorrilla, entre los españoles.  Gustaban de los poemas y los escritos que evocaran el amor por la ciudad, el patriotismo, la familia, la tradición y la religión.  Difícilmente se advierte en ellos una referencia a conflictos sociales o se recurre a descripciones del paisaje propio de la región.  Entre ellos se encuentran Julio Cano Montoya, Eduardo Martínez Villegas y Manuel Felipe Calle.  Para este grupo de escritores, las montañas, los guaduales, el pueblo en formación y sus habitantes no constituían escenarios y ambientes dignos de inspirar gran literatura:

“No puede negarse que nuestro ambiente es impropicio para el desarrollo sentimental y el gusto estético del poeta.  La carencia de paisajes, el mercantilismo exagerado, las dificultades para efectuar los cuotidianos paseos con los que se renuevan las perspectivas y el espíritu se amplía e indispensables para aquellos que beben de la Naturaleza, a grandes sorbos, el alimento de la fantasía como al torrental, el agua pura bebe el sediento caminante: el poeta, ese caminante del ideal, el bohemio de un país desconocido que dijera Jorge Mateus, bebe con delirio en los rojos crepúsculos, en las aguas serenas, en el silencio de la media noche y en el ritmo de toda naturaleza el licor vivificante que le da vida a sus ilusionadas ensoñaciones”.[3]


A estos pioneros les sucedió un grupo que conserva rasgos del romanticismo, pero explora nuevas fuentes como el costumbrismo y el modernismo.  El rasgo esencial de esa generación fue su interés por describir en lenguaje vernáculo, la tierra, los sucesos, los personajes y las preocupaciones o despreocupaciones del pueblo que ansiaba convertirse en ciudad.  Literatura de caminos recorridos a lomo de mula por arrieros hiperbólicos y de pueblos enamorados de su propio progreso.  Nacidos en su mayoría en Pereira, estos jóvenes provenían en su mayoría de hogares de pequeños comerciantes o agricultores sin abolengo, con el capital suficiente apenas para educar dignamente a sus hijos.




Cuando esta generación hizo su aparición en el panorama literario de Pereira, a finales de la década de 1920, no fue bien recibida en la ciudad, que percibió a sus integrantes como destructores de una belleza heredada:

“El derrumbamiento total de nuestra cultura literaria, provocado con la muerte de Julio Cano y Eduardo Martínez, dio paso al verso rústico y gastado que dormía el sueño de la nada en los bufetes de los copleros.  Estamos de capa caída y la literatura se desperfecciona cada día más como en aquellos tiempos en que escribía Luchini el bohemio y Enrique Paneso el desgarbado sonetista que actualmente es un cero en los recovecos de Calarcá.  Nada más desconcertante que este avance melancólico de la producción bizantina que nos pueden ofrecer un comerciante de camiones, un modesto mecánico y un agricultor curtido al sol meridional de los trópicos en los cafetales de Huertas.
La necia vanidad de algunos residuos sociales los hace soñar con la gloria como si fuera tan fácil conquistarla.  Y no pasarán de ser escritorzuelos puramente locales de una casta preagónica y anormal que se atormenta inútilmente ante el paso de la generación que triunfa; es desconsolador que medios como el nuestro de una sociedad preparada para la actividad literaria más intensa y brillante, se hallen dominados por cuatro o cinco temperamentos grotescos que viven en una orgía de vanidades”.[1]


Los mecanismos del olvido

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