Por EDUARDO LÓPEZ JARAMILLO
En el
imaginario panteón de los pereiranos, fulguran varios nombres que forman parte
de nuestra memoria por muchas entrañables razones. Algunos corresponden a los fundadores y
pioneros, quienes manifestaron la tenacidad de levantar sus moradas en medio de
una naturaleza exuberante, a orillas del río tutelar e inmersos en
dificultades. La mayoría de los nombres
en ese firmamento corresponden a forjadores de riquezas materiales o de
progreso. Sin que olvidemos a quienes
fueron gestores de civismo y maestros de civilización, pues dulcificaron las
costumbres más rudas, sembrando en los espíritus semillas de convivencia. La luz estelar de estos pereiranos ilustres
es la de sus propias virtudes: llámense ambición, trabajo, superación personal,
inteligencia o conocimientos. Todos
comparten el mérito de haber luchado para engrandecer la ciudad, entregando sin
egoísmo el legado de sus creaciones -razón que hoy los hace dignos de ser
recordados. Pero solamente tres de esas
luminarias encienden sus nombres con los fulgores de la literatura: el poeta
Luis Carlos González, el novelista Benjamín Baena Hoyos y el ensayista Hugo
Ángel Jaramillo.
Siempre han
existido poetas en nuestro medio.
Algunos de ellos fueron hombres de cultura superior. Sin embargo, el laurel de la poesía estará
siempre presidido por Luis Carlos González.
Es el poeta de todos y su obra está amorosamente unida a la historia de
Pereira. En alas de la canción, sus
poemas han traspasado las fronteras, haciendo resonar el nombre de nuestro
solar en incontables latitudes. En la
poesía del Maestro está viva la historia de una aldea que se convirtió en
ciudad y que interpretó sus bambucos henchidos de amor y de paisajes,
compuestos con discreta ironía, como preguntando en voz baja quién escribe los
versos. Si algo despertó la admiración de sus contemporáneos fue su facilidad
para entonar, siempre inspiradamente, la música de las palabras. Pereira tendrá en adelante otros poetas -más
profundos, de más rica espiritualidad-, pero ninguno como Luis Carlos González
volverá a ser reverenciado en calidad de genio del lugar. No es poca la gloria para un escritor cuando
pensamos que la inmortalidad consiste en no ser olvidados por quienes nos aman.
"El río
corre hacia atrás" sigue siendo hasta el presente la mejor obra narrativa
escrita por un pereirano. Benjamín Baena
Hoyos, su autor, fue también poeta de noble y refinada inspiración, con
acendrado dominio de las formas métricas.
Pero la cúspide de su trabajo creador es esta novela, que trabajó
durante años, en cuyas páginas cuenta una historia de contenido social. Saga de tiempos colonizadores, cuando se
trabajaba desde el amanecer descuajando montañas, abriendo caminos y sembrando
bondades, para después encender modestos fuegos al amparo del crepúsculo, en
chispeante conversación con los luceros que empezaban a encenderse en el
cielo. Una enamorada descripción de
nuestra geografía, expresada en bellas y claras metáforas, vuelve
significativas las hazañas de sus personajes y parece compensarlos por sus
muchos pesares. Así como la poesía de
Luis Carlos González encuentra resonancias en las del cartagenero Luis Carlos
López o del mexicano López Velarde, la novela de Benjamín Baena Hoyos pertenece
a la mejor escuela narrativa del Gran Caldas, para la cual escribió en amistosa
emulación con Adel López Gómez en Manizales o Humberto Jaramillo Ángel en
tierras del Quindío. Debido a su misma
condición de escritores, el poeta y el novelista pereiranos encarnaron en su
época una dimensión intelectual y ejercieron entre nosotros la crítica, que
Luis Carlos manifestó con benigna ironía frente a la ingenuidad de la aldea y
el doctor Baena Hoyos con telúrico clamor de justicia social.
Después del
canto y el cuento, es propio del espíritu que florezca el pensamiento. Nos parece que Hugo Ángel Jaramillo
representa en esta trilogía de maestros, la aparición de un intelectual de
extraordinario valor, que dejó testimonio de sus exploraciones en distintos
campos del conocimiento, abriendo inéditas posibilidades para nuestro saber y
enriqueciendo el concepto mismo de pereirano con una mayor universalidad. A él
le debemos nuestra conciencia comunitaria, la explicación histórica de nuestro
devenir y hasta la fascinación por explorar las raíces de América, como quien
consulta oráculos para el futuro.
Numerosos fueron los temas de alta cultura que desvelaron a este
pensador -apasionadamente inmerso en el acontecer ciudadano como un faro
brillante-, pero sus desvelos tuvieron como propósitos elevar las mentes y
proponer una comprensión más amplia de nuestra realidad. Está muy cercano el momento de su humana
pérdida, para que estas palabras no estén todavía preñadas de emoción. Mas no
creemos equivocarnos al interpretarla como una emoción colectiva, cuando consideramos
que su muerte se llevo parte de nosotros mismos y que la ciudad resulta hoy
empequeñecida, tan sólo porque no alienta entre sus calles este hombre de bien.
La pobreza
material y el sufrimiento fueron las hadas dolientes que acompañaron su primera
infancia, pero aún en medio de las vicisitudes de aquellos tiempos difíciles,
su espíritu de niño atendió los murmullos de su propio destino y comprendió que
la lucha por la superación personal era razón suficiente para vivir y
engrandecerse. Cuando tuvo que abandonar la escuela primaria, ocupándose de
menudos trabajos para contribuir a la manutención de los suyos, doña Amelia, su
dulce progenitora, le enseñó que con la lectura aseguraría para siempre los
beneficios que pudiera negarle la educación escolar. A falta de novelas de aventuras o de las
animadas ficciones que alimentan los espíritus párvulos, Hugo empezó leyendo en
la sabiduría de los clásicos, las lecciones que toda su vida convirtió en
ejemplo. Las "Vidas" de
Plutarco, los diálogos platónicos sobre la amistad, la estética o el pensamiento,
las disquisiciones filosóficas de Voltaire, fueron esas primeras lecturas,
permanentes, con las cuales cimentó en su alma los entusiasmos de la libertad.
Cuando contaba apenas diez años, en esta misma plaza, en medio de una multitud
magnetizada por el verbo de Jorge Eliécer Gaitán, Hugo Ángel Jaramillo agitó
jubiloso una roja bandera, entre cuyos pliegues podía desaparecer muchas veces
su cuerpecito infantil. Quien desee
entender al hombre y al intelectual que aquí honramos, no debe pasar por alto
la sencillez de esta anécdota.
Hugo Ángel Jaramillo |
Como
aconteció con Lisias o Cármides, los armoniosos jóvenes de Platón, Hugo dedicó
también en su adolescencia y su primera juventud, muchas horas al cultivo del
cuerpo en palestras y estudios, hasta convertirse en atleta destacado y
dirigente deportivo del Gran Caldas. Fruto de esa práctica estudiosa son los
significativos volúmenes que consagró al deporte, con sus diversas disciplinas
y manifestaciones. Temas como los juegos de Olimpia, la cronología de sus
vencedores, la descripción de todas las contiendas deportivas conocidas, los
aspectos médicos y psicológicos del deporte, sus repercusiones a nivel social o
cultural, fueron abordados por este escritor con lujo de información y
competencia.
Dos de esos
libros merecen una mención especial. El
primero, "El deporte en la Antigüedad Clásica " por su honrada
comprensión del fenómeno agonal entre griegos y romanos, tan diferente de lo
que puede ser la práctica deportiva de hoy, cuando esa actividad se reparte por
igual entre empresarios, publicistas y medios de comunicación. El segundo se titula "El deporte
indígena de América" y es uno de los libros más hermosos que se hayan
publicado entre nosotros, por la difícil investigación que presupone y los
maravillosos hallazgos que entrega en sus páginas. Los juegos y contiendas deportivas de
nuestros antepasados, desde Alaska hasta la Tierra del Fuego -cuando ninguna carabela osaba
navegar sobre el Océano tenebroso que sepultó a la Atlántida-, traen
hasta nuestra imaginación una historia remota, como nunca hubiéramos podido
imaginar, minuciosa en sus descripciones y detalles, entrañablemente
conmovedora, acerca de esta presentida grandeza que llamamos América.
Y al
pronunciar este nombre continental, entramos de lleno en el ámbito de Hugo
Ángel Jaramillo, así como en las dimensiones más definidas de su espíritu. Nadie entre nosotros, por estas latitudes,
pudo rivalizar con el en conocimientos sobre América, sobre sus etnias y sus
hombres, su pasado fabuloso y su contradictorio presente, sus escritores y
poetas, los aires de sus músicas folklóricas, la razón de sus símbolos y la
sinrazón de sus defectos. América fue
para Hugo Ángel Jaramillo el espacio mental sobre el cual sobrevoló, poderoso y
agitado, su pensamiento.
Por eso sus
palabras fueron escuchadas con respeto, donde quiera que el tema de América se
impuso a la comprensión de los hombres.
En Ciudad de México o en Viena, ante exigentes auditorios, pronunció
este escritor palabras de amor o de befa, cuando se debatía sobre la
expoliación o el futuro de nuestro continente.
Obras tan importantes como "Los falsos apóstoles de América",
o especialmente la intitulada "El encubrimiento de América", son
aportes de valor inestimable para la cabal comprensión de la realidad americana,
tan contradictoria y apasionante a un tiempo, tan pródiga de sus luces
ancestrales y tan oscurecida por la interpretación europea. Estos libros hacen de Hugo Ángel Jaramillo un
escritor de dimensiones continentales, puesto que de su lectura podemos aprender
todos los habitantes de América. Y las
lecciones que de ellos atesoramos, conservan el sello indeleble y escaso de la
auténtica dignidad.
(Palabras pronunciadas por el autor en